“Por allá solo hay cielo y agua”, nos advirtieron en Nechí antes de coger una chalupa que nos llevaría a Caregato, el lugar donde el río Cauca barrió un dique y dejó arruinadas a miles de familias de la subregión de La Mojana. Íbamos hacia el norte persiguiendo las historias que decían que el pueblo anfibio de Sucre Sucre estaba completamente inundado.
Visitamos la región para constatar cómo está la gente a poco más de un año del desastre y ad portas de que llegue la segunda temporada de lluvias, que podría ser igual o más fuerte que en 2010.
Antes de que arrancara el barquito, empezaron a cargarlo con montones de cajas de Avon. Las iban a dejar en San Jacinto del Cauca (Bolívar), que sería nuestra segunda parada. Hace un año que la única forma de ir hasta allá desde Nechí era por el río. El dique no solo contenía las aguas, sino que conectaba por tierra ambos municipios. Era como un puente partido por la mitad.
Los dos hombres de la tripulación parecían equilibristas afanados. Andaban en chanclas negras sobre tablas angostas. Cuando acabaron de llenar la nave de mercancía arrancamos.
El conductor tenía una silla acolchada de oficinista y andaba a toda. El río se veía cada vez más ancho y de pronto cogíamos tanta velocidad que parecía como si la chalupa estuviera cabalgando sobre el agua. A la derecha, lejos, por el oriente, había una obra. “Allá están tratando de hacer un canal para quitarle fuerza al río”, nos dijo uno de los ayudantes del barco. “Pero no ha servido”, se lamentó.
Se refería al Canal de la Esperanza, un esfuerzo por dragar el río y restarle fuerza a su impulso desaforado. Fue una estrategia estéril. Aunque la obra está prácticamente acabada, la llegada de sedimentos es muy alta y eso impidió el desvío del agua, según me lo explicó Javier Pava, el director de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (Ungrd). Calculan que por cada metro cúbico de sedimentos que evacuan llegan otros 100.
La chalupa siguió su camino. El cielo de la tarde estaba gris y abrazaba la poca tierra que se dejaba ver a las orillas del río, adornada por una línea amarilla de luz que se derramaba sobre el horizonte. El ruido del motor no dejaba escuchar las voces, entonces casi no se podía conversar durante los trayectos. Íbamos sentados, en silencio, mirando el río que refrescaba la cara y fluía con paciencia, buscando el Magdalena como en la canción de Niche.
El tránsito de chalupas sobre las aguas se ha vuelto más frecuente en los últimos meses. Todas tienen nombres y generalmente son de mujeres, abuelas, madres, hijas y esposas. Son letreros de colores vivos: “Selene”, en un fondo naranja; “La niña Cami”, en letras amarillas; “La niña Chechy”, de bordes azules.
Frente a nosotros pasó una chalupa con un solo pasajero. “Mira, mira, ese es exclusivo”, se burlaron en la tripulación y soltaron una risa ruidosa. Son tiempos buenos para tener chalupa, cobran a buen precio y se volvieron indispensables para la gente.
“Llegamos”, dijo el conductor. “Esto es Caregato”, agregó. Nos explicó que el boquete que se había abierto era gigante y nos lo señaló con el dedo, hacia el occidente. “Por allá todo eso está ahogado”, nos dijo. “Aquí antes había tierra y se podía caminar”, aseguró un pasajero. “Allá se ven los camiones. Dicen que esa gente va a trabajar solo hasta el 30 de septiembre, luego cogen sus cosas y se van”, añadió otro.
Era difícil entender lo que veíamos. A la izquierda estaba el dique, construido con costales enormes. No veíamos la otra punta. Solo estaban el dique mutilado y el imponente río Cauca. Más tarde entendimos que ese otro extremo estaba a 2.200 metros y que por eso no había ninguna posibilidad de que lo encontráramos con la vista. El boquete en un comienzo medía unos 200 metros, había crecido 2 kilómetros en el último año
“Vivimos peor que un animal”
El 27 de agosto de 2021 el río Cauca se había desbordado justo en ese punto, donde había un meandro. Es una curva, un codo del río. Y como todos los codos puede dar codazos. El río Cauca le dio un codazo a La Mojana que arruinó cultivos y ahogó vacas, y marranos, y perros, y pollos, y esperanzas.
Después de tomar un par de imágenes con un dron, volvimos a tierra firme en un terraplén. Allá había decenas de damnificados que armaron cambuches con tablas y bolsas de plástico.
Roberto Manuel Arrieta fue uno de los campesinos que lo perdió casi todo. Tenía el rostro magro y la mirada fija. Era dueño de una finca en la que cultivaba arroz, aguacate y coco. También tenía patos, marranos, y varias cabezas de ganado. Con la ruptura del dique la cosecha se le perdió y los animales se le ahogaron.
“Eso se rompió como a las 8:30 de la noche. Nos cogió por sorpresa. Todos los vecinos quedaron inundados. Las casas se desaparecieron. Estuve en la finca hace 20 días y sigue inundada, el agua ha bajado como un metro”, dijo.
Llevaba un año largo viviendo en su cambuche. Hoy no tiene agua potable, ni fosa séptica, ni chance de conseguir trabajo por su edad. “Estamos viviendo de forma infrahumana”, aseguró. “Vivimos peor que un animal, aunque somos gente”, se quejó.
Si en cualquier ciudad capital colombiana un desastre natural hubiera dejado más de 27.000 familias damnificadas el país completo se habría paralizado y, por puro temor al escarnio público, el Estado hubiera tenido que responder con relativa diligencia.
Pero como La Mojana es una subregión campesina compuesta por once pueblos pequeños de calles estrechas, los afectados por el desbordamiento del río Cauca llevan más de un año recibiendo escasos mercados que alcanzan para una quincena y consignaciones de máximo $850.000 por hectárea perdida que ofenden todo intento de suplir sus necesidades básicas.
La transición de Gobierno, además, ha sido difícil para las víctimas del desastre. A finales de agosto pasado, el presidente Gustavo Petro visitó la región y aseguró que las nuevas prioridades serían dos: reubicar a las familias afectadas y garantizar que no pasaran hambre.
Pese a que el gobierno anterior había aprobado un Conpes por $1,8 billones para las obras que buscaban cerrar el chorro en el dique, el nuevo gobierno las suspendió. La decisión no ha caído bien entre la comunidad y las autoridades locales.
“Definitivamente ya no quieren cerrar Caregato”, dijo Robiro Díaz, alcalde del municipio de Guaranda (Sucre), que queda sobre el río Cauca, hacia el norte. “Nosotros no estamos de acuerdo, pero el que manda manda”, concluyó y cuestionó que no se usen los recursos que ya había prometido el gobierno anterior.
Pava, el director de la Ungrd, explicó que los contratistas a cargo de cerrar el dique dijeron que para finalizar la obra aún faltaban entre seis y ocho meses de trabajo. “Esa petición no fue aceptada por la Unidad, por el contrario, solicité que se suspendiera esa obra”, dijo Pava.
Según él, desde que iniciaron los trabajos se levantaron 400 metros de dique y parte de esos recursos se perdieron por la fuerza del río. Su plan es esperar a que pase la segunda temporada de lluvias del año para evaluar si reanudan las obras.
Mientras tanto, aseguró, buscan que la comida no falte en las mesas de los damnificados. Este lunes empezarán a repartir una nueva ronda del mismo kit de alimentos que han dado en los últimos meses. Luego, en unos dos meses, planean entregar bonos alimentarios y comprar mercados locales a los campesinos.
Las ayudas, sin embargo, dependen de que las listas de damnificados estén bien hechas. Varios campesinos nos dijeron que no habían podido acceder a los subsidios y otros incluso denunciaron que había gente de otras partes del país que no era damnificada, pero sí hizo la fila para cobrar.
El alcalde Díaz dijo que él había identificado 2.538 familias afectadas en su territorio, pero el Gobierno Nacional solo les envió ayudas a 1.072 familias.
Sobre este punto, Pava aseguró que han identificado “bastantes denuncias y bastantes errores” en la conformación de esas listas. Señaló que en la recolección de información de las alcaldías se presentaron muchas fallas.
Y dijo que además las listas se depuraban con información del Ministerio de Agricultura, que cruzaba los datos de los damnificados. Por ejemplo, quienes decían que habían perdido ganado a raíz de las inundaciones tenían que aparecer en el censo de ganaderos, que se hacía cuando vacunaban a los animales.
Pava, en todo caso, advirtió que para esos subsidios se destinaron $38.000 millones, ya se han ejecutado $24.000 millones y prometió que seguirán enviando ayudas. Este lunes mismo se espera que repartan mercados en Sucre Sucre, el pueblo anfibio.
Lágrimas de pueblo anfibio
Después de pasar por los cambuches de Caregato, llegamos a San Jacinto del Cauca, un municipio ribereño pequeño donde la gente es afable, la iglesia es bajita y una de cada tres casas está marcada con tres letras de terror: AGC, las iniciales de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, conocidas también como el Clan del Golfo.
Pedimos una salchipapa atiborrada de salsa y queso y nos sentamos en una mesa plástica a mirar el cielo oscuro de la noche.
Una pareja de esposos y un niño pequeño se sentaron en la mesa vecina. Les contamos que íbamos para Sucre Sucre –cuyo nombre redundante se volvió de uso común–. Es como si le preguntaran a un estudiante: “¿Sincelejo es la capital de...?”. Y entonces el estudiante respondiera: “Sucre, Sucre”.
El hombre joven nos miró de arriba a abajo. “En Sucre Sucre ya todo está seco”, nos dijo. Era un alivio, pero nos obligaba a cambiar el rumbo del viaje. “Bueno, hay un barrio completo que está inundado”, repuso y nos volvió a encarrilar.
De San Jacinto del Cauca a Majagual nos vinimos en moto. Allá teníamos que coger otra chalupa para llegar a Sucre Sucre (ver mapa). Al oriente se veía un sol agazapado entre las nubes, esforzándose por brillar, como si estuviera metido dentro de un vaso de leche.
A cada lado de la carretera había hectáreas y hectáreas de cultivos verdes anegados, sembrados por espejos de agua que brillaban. Eran, aunque no lo parecían, la imagen misma de la miseria. “¿Esto siempre ha estado tan inundado?”, le pregunté al conductor de la moto. “No, no, ese es el agua de Caregato”, contestó con resignación.
Por el camino alcanzamos a ver un par de vacas con el agua hasta el cuello. Cada finca por la que pasábamos tenía su propio charco en el patio.
Majagual se parece a San Jacinto, pero es más grande y tiene una iglesia amarilla y alta. En el parque había un letrero al que le faltaba una ele. “Yo amo Majagua”, decía. La gente es muy madrugadora; a las 7 a.m. las calles estaban llenas. Al aire libre venden carne de res, pescados y arepas.
Las chalupas que lo llevan a uno hasta Sucre Sucre solo pasaban a las 6 a.m. o al mediodía. Tuvimos suerte porque unos técnicos tenían que hacer una reparación a una conexión de internet y pagaron una chalupa sobre las 8 a.m. para llegar hasta Sucre Sucre. Nos embarcamos ahí.
El viaje dura unos 45 minutos por río. Habíamos llegado, por fin, a Sucre Sucre, el pueblo anfibio, donde casi cada persona con la que uno hablaba había perdido algo por culpa de la inundación.
En efecto y por fortuna, el comensal sanjacintano tenía razón. Sucre Sucre ya no estaba todo bajo el agua. Lo primero que uno veía al llegar era la iglesia de Santa Cruz, milagrosamente seca.
Se veía rara, pero uno no sabía decir por qué. Un seminarista nos explicó. Nos mostró que una pila bautismal que debía estar a la altura del ombligo ahora estaba a unos 40 centímetros del piso. Resulta que debido a las inundaciones tuvieron que ir subiéndole el nivel al suelo. Era una iglesia encogida.
Luego, fuimos hasta Polvo Alzado, el barrio donde el agua no se ha ido. Allá conocimos a Xiomara Flórez, una mujer venezolana que vive sola, tiene dos hijos y resiste la mala suerte a punta de peticiones a Dios. Se demora como 15 minutos desde que coge la canoa hasta que llega a su casa, una vivienda de interés social que había empezado a pintar de azul claro y tenía un parche blanco sobre la fachada.
Llegó en abril de este año, una semana antes de la inundación. Había comprado su casa en $2,5 millones. “Yo me volví loca. Empecé a decir que iba a vender”, dijo. Pero recordó que empezó a rezar día y noche para que el nivel del agua dejara de subir. Y no subió.
Dijo que le preocupaba la inseguridad, que había ladrones que se metían a las casas –seguramente nadando– y que ya habían desvalijado algunas. Cuando empezaron las inundaciones algunos de sus vecinos prefirieron dejar el barrio. Por eso hay varias casas que son apenas un esqueleto de metal.
Xiomara dijo que no le daba miedo y que por su fe es que ni los ladrones ni el agua le han quitado lo que tiene.
Como ella, todo Polvo Alzado, todo Sucre Sucre y toda La Mojana tendrán que aferrarse a Dios y a la suerte porque no habrá dique que los defienda de las aguas rabiosas del río Cauca que llegarán con la próxima temporada de lluvias.