El dedo índice del líder comunal Alexis Mejía Echeverry señala la zona San Antonio de Prado de extremo a extremo. Desde Alto de Potrerito, al sur del Valle de Aburrá, los edificios color marrón parecen muy cerca de las nubes, mientras en las laderas de las montañas varios caseríos de ladrillo y techos de barro eliminan el concepto arquitectónico de regla y cordel, para enlazarse mediante una serie de callejuelas que conectan las ocho veredas de uno de los cinco corregimientos de Medellín.
Un kilómetro más abajo, en los alrededores del parque central, Ernesto Ortiz vende cometas. Él ha sido fotógrafo, entonador de serenatas, mulero, chofer. Es el parce de los mil oficios pero, a sus 70 años, disfruta el título de culebrero.
Como el periodista cubano no entiende la jerga el hombre da un paso atrás y con un brinco retorna adelante. “Doctor –advierte– que te va a picar Margarita. Que yo la mato, que yo la pico, para que no pique de noche, para que no te pique. Que yo la picoteo y me la como”. Hace una reverencia. “Buen día, bienvenido”.
Carga el mismo nombre de su padre, quien fuese el primero en llevar un automóvil al sitio, fundador de la flota de transporte bautizada con su apellido. Eran los años ´60. “Yo añoro muchas cosas, por ejemplo, la semana de la cultura, las tradiciones. La gente cooperando”.
Desde 1965 y durante 25 años San Antonio de Prado desarrolló esas parrandas. Fiestas comunales –con desfiles de vestuario, comida y bailes típicos– coordinada gracias a los esfuerzos del músico José Hernando Montoya, el florista Hernando Gómez, el boticario Erasmo Mesa y la profesora Celina Escobar. “Las hacían sin dinero. Solo porque amaban el pueblo, porque creían en la posibilidad de unirse en las fiestas tradicionales”, explica a la orilla del parque Efraín de Jesús Betancourt Escobar, apodado La Moneda.
Él era un niño cuando en 1957 Prado acogió la Fiesta de la Azucena, una de las celebraciones más grandes, grabada aún en la memoria de Álvaro Bedoya y José Argemiro, dos ancianos que cada día toman el sol y alimentan las palomas a las afueras de la Iglesia San Antonio de Padua. “Lidia Rico resultó ganadora de la celebración. Fue un evento extraordinario, no solo por la belleza de ella, sino porque los fondos sirvieron para comprar el reloj de cuerdas del templo”, argumenta Betancourt.
Debajo del campanario y sobre una barbacoa de madera donde se escucha el engranar de las agujas y minuteros, rompe su impavidez de vez en cuando un órgano oriental. Está allí desde la misma época del padre Lorenzo Salazar, gestor de los actuales ornamentos del santuario y de buena parte del patrimonio inmaterial atesorado por sus pobladores. Fue el primer instrumento musical de su tipo en toda Colombia con voz humana entre sus registros de tubos.
“En noviembre de 2018 la parroquia celebrará 130 años de creada –cuenta el actual sacerdote Jorge Monsalve. En 1868 la iglesia madre de Santa Fe de Antioquia trasladó su sede a Medellín. Y fíjese cómo este territorio creció. Apenas 20 años después en esta zona se instaló la Capilla de Padua, cuyo patrón dio origen al nombre del corregimiento. A los nacidos aquí les llamaban israelitas, precisamente por su fe y por la importancia de la iglesia en el tejido social”.