Claudia Yaneth Castaño Gallego tiene dos recuerdos de su padre: uno es del día en que cinco paramilitares y militares llegaron a su casa en la vereda La Esperanza y se lo llevaron con la promesa de devolverlo un rato después. El otro fue el día anterior, el lunes 8 de julio de 1996. Ella tenía cinco años y otros tres hermanos, uno de ellos era un bebé. Su mamá estaba embarazada. En la vereda La Esperanza, en El Carmen de Viboral, al oriente de Antioquia, llovía. Hernando de Jesús Castaño Castaño estaba acostado en una hamaca en la sala de su casa con sus cuatro hijos encima. Ahí empezó a cantar: Se va se va la lancha / Se va con el pescador / Y en esa lancha que cruza el mar / Se va también mi amor.
Al otro día, el 9 de julio, seguía lloviendo en El Carmen y a eso de las tres de la tarde Hernando de Jesús volvió de trabajar a la casa. Tenía una finca cafetera con unos diez empleados. Su esposa se dedicaba a cuidar a los niños y a los jornaleros. A todos les cocinaba. Se sentó con el bebé en una pierna y se estaba tomando una aguapanela en la puerta de la cocina cuando llegaron por él. Ese día empezó la búsqueda de los habitantes de la vereda La Esperanza y ya lleva 28 años.
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Como a Hernando, a otras 15 personas de La Esperanza, incluidas tres menores de edad, las secuestraron y las desaparecieron (que no es un eufemismo de matar, sino un agravante) entre junio y diciembre de 1996 grupos paramilitares en alianza con miembros de la fuerza pública. Paramilitares del Magdalena Medio bajo el mando de Ramón Isaza (que ahora a sus 84 años dice que se olvidó de todo) y hombres del Ejército cometieron esos crímenes.
Esa es la única certeza que las víctimas han conseguido en casi tres décadas en las que sus testimonios, reclamos, súplicas y exigencias han pasado de oficina judicial en oficina judicial sin que nadie les dé una respuesta de cómo, cuándo y por qué fue que sus seres queridos se esfumaron sin dejar rastro. El burócrata más diligente de todos fue Helí Gómez Osorio, el personero del pueblo, pero a ese lo asesinaron en diciembre del 96 cuando empezó a hacer preguntas.
La certeza, además, llegó gracias a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, un tribunal internacional que obligó al Estado colombiano no solo a investigar de una vez por todas lo ocurrido, sino también a hacer un acto público de reconocimiento, crear un monumento en memoria de los desaparecidos y reparar psicológica, médica y económicamente a los familiares de las víctimas y a la comunidad de La Esperanza.
La sentencia es del 2017, pero el acto público de reconocimiento, el más sencillo de cumplir, llegó apenas ayer al centro de convenciones de El Carmen, donde además el presidente se hizo esperar más de cuatro horas aunque en su agenda pública no tuviera ningún otro evento. Allí, también en medio de la lluvia de las tres de la tarde, acompañado por el ministro de Defensa, el presidente Gustavo Petro les dijo a las víctimas que sí, que habían sido miembros del Estado colombiano los que habían hecho ese horror.
“Así lo ha dictaminado la justicia, funcionarios del Estado desaparecieron personas, menores de edad, campesinos y familias que quedaron destrozadas. La justicia además no ha sido capaz de condenar a las personas que ordenaron esos crímenes”, dijo el presidente.
En eso que dijo el presidente coinciden las víctimas que subieron a leer unas palabras cuando lograban descansar del llanto: no solo no les han dicho la verdad, sino que llevan 30 años en los que nadie ha pagado por los crímenes que cometieron ni por las mentiras que dijeron. Como Claudia, hay una generación de hombres y mujeres que ya son adultos; que crecieron acompañando a sus madres a diligencias judiciales, a oficinas de abogados, a plantones; que aprendieron desde muy temprano a hablar en lenguaje de oenegé (”El perdón es un acto personal, sanador, reparador y reivindicador que debe estar al de la mano del derecho a la verdad...”); que perdieron la inocencia el día que se dieron cuenta de que su padre no regresaría con vida; que solo tienen un deseo tan trágico como colombiano: enterrar a sus seres queridos.
Más allá de lo protocolario del acto, en el que hubo canciones tristísimas, una eucaristía, un video de las víctimas y la entrega de un libro con los testimonios del horror que recopiló el ministerio de la Culturas, en el evento hubo pedidos, reclamos y exigencias: que busquen lo que haya que buscar, que las viudas y los huérfanos ya bastante han demostrado que no se cansan, que ahí van a seguir esperando que alguien les diga por qué a sus seres queridos que eran tan buenos los hicieron pasar como guerrilleros, que les señalen el río o el mar donde lanzaron sus cuerpos sin vida. Que sin verdad no hay perdón, así sea el presidente el que lo pida.
Claudia (y el resto de las víctimas) está maquillada como para una entrevista de trabajo. Tiene el pelo crespo y húmedo, los dientes muy blancos y unas pestañas inmensas. Se parece mucho al hombre de la foto que lleva en una escarapela que le cuelga en el pecho. En uno de los brazos tiene tatuada una hamaca y un mar. La camiseta es blanca y lleva un terrible juego de palabras: “Que no muera la esperanza”.