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Las máquinas de coser hilan este museo

Francisco Patiño colecciona máquinas industriales que cuentan la historia textil de la ciudad.

  • Francisco Patiño en medio de sus adoradas máquinas. Conoce cada una al detalle. FOTO julio césar herrera
    Francisco Patiño en medio de sus adoradas máquinas. Conoce cada una al detalle. FOTO julio césar herrera
  • Durante la pandemia, sin nada qué hacer, Francisco decoró dos de sus máquinas. FOTO julio césar herrera
    Durante la pandemia, sin nada qué hacer, Francisco decoró dos de sus máquinas. FOTO julio césar herrera
  • En la foto, una enresortadora fabricada por Unión Especial. Fue fabricada en los años 60. FOTO julio césar herrera
    En la foto, una enresortadora fabricada por Unión Especial. Fue fabricada en los años 60. FOTO julio césar herrera
05 de diciembre de 2021
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Vista de refilón, la Singer 99 75 W, fabricada en Estados Unidos, parece más un instrumento científico que una máquina de coser. Es aparatosa, pesada, casi inamovible. A la vista están los piñones, el intrincado interior, incomprensible para los ojos. Muy diferente es la Juki MC 11, traída desde Japón, de una sobriedad y austeridad difícil de igualar. Cada una representa una época. La primera, el esplendor de la década del 30, la era dorada; la segunda, el declive de los 90, la apertura económica y los vientos de crisis y desesperanzas. Hoy están juntas bajo el mismo techo, al cuidado del mismo hombre: Francisco Patiño, el fundador del museo Hilos de Historia.

El sitio está en Santa María, Itagüí, al borde de la Avenida Guayabal. En un edificio poco agraciado, de fachada sin revocar, reposan 126 máquinas de coser. El espacio es estrecho, atestado de artefactos del siglo pasado. Para llegar hay que subir tres pisos. Es un salón en el que la luz del sol, como el polvo, entra con amplitud.

Cada máquina tiene su historia. Todas, a excepción de un par, fueron fabricadas en el siglo XX y llegaron al país en barco. En Medellín les esperaban las pacientes manos de mujeres que en jornadas de ocho horas o más les acariciaban, una y otra vez, para dar forma a un elegante saco o a una abrigadora ruana. Esas manos dejaron huellas imperecederas en muchas de ellas, hoy despintadas por el paso de las décadas.

—Como la veíamos así —dice Francisco, arqueando el cuerpo, trayendo el recuerdo—, mis hermanos y yo nos poníamos a ayudarle a mi mamá. Abríamos los pantalones, cortábamos tela para que ella agilizara. Entonces fue que le cogí bronca a las máquinas.

No se odia lo querido, dice la canción, y como amor y odio son dos caras de una misma moneda, al final del bachillerato se animó a trabajar en una fábrica textil. Era la década del 70 y en la ciudad prosperaban grandes fábricas: Coltejer, Rosellón, El Cid. Pero su mamá contrarió su impulso pueril:

—Me dijo que no podía trabajar en una fábrica, que me tenía que ir para Medellín y estudiar.

Y así lo hizo, pero sin éxito. Se presentó a varias universidades, pero no pasó a ninguna. Le ofrecieron ser vigilante de una fábrica que, en realidad, era una bodega enorme en donde mujeres, sentadas en incómodas sillas de cuero y madera, se desgastaban las manos tejiendo pantalones, sacos, camisas y corbatas.

En 1979 se presentó a Administración en el Sena. Una vez llegó, le dijeron que ese programa ya estaba cerrado. En cambio, le podían ofrecer otro, Mecánica de Confecciones. Las máquinas de coser que odiaba se le presentaban en el camino.

En 1982, apenas dos años después de graduarse, ya era supervisor de máquinas de Inversiones El Cid, la empresa en la que había comenzado como vigilante. Recuerda aquellos años con añoranza, cuando la industria textil aún no había entrado en su declive definitivo.

Con facilidad rememora cómo se trabajaba en aquel entonces. El taller era enorme y cada una de las operarias manejaba una máquina diferente. En la mañana confeccionaban chaquetas de dama. En la tarde el turno era para los pantalones y sacos. Cada día salían 3.000 sacos terminados, elegantes, para que los hombres de la época se abrigaran.

Cada una de las máquinas cumplía un papel específico en la cadena productiva. Con una se ponía un botón, con la siguiente se instalaba un ojal, la otra tejía el ruedo. La ropa iba pasando de mano en mano, cada vez con un elemento nuevo.

Pero la máquina que enamoró a Francisco es la que cosía la llamada punta invisible. Es decir, hacía un ruedo a dos hilos en los sacos. Era un proceso elegante que daba un toque fino a las prendas. Para la década del 90, El Cid tenía varias de esas máquinas que, con el avance de la tecnología, habían caído en la obsolescencia. Su jefe le pidió que desechara 12, que ya no servían para nada:

—Las cogí, las abrí y las vi por dentro: piñones, levas, palancas, excéntricas. Era como ver un cerebro. No fui capaz de despedazarlas para venderlas como chatarra, como querían.

Sin más opción, ofreció plata por ellas. Después de insistir, se las vendieron, aunque caras. Así fue que la casa de Francisco comenzó a llenarse de máquinas de coser, muchas de ellas ya inservibles, pero que contenían la memoria de la industria textil de Medellín.

Francisco, a la par que acumulaba y catalogaba máquinas, siguió trabajando en El Cid hasta 2009, cuando la empresa se liquidó y cerró sus puertas. Cuando los aparatos se fueron arrumando en la casa se le ocurrió la idea de fundar un museo.

El mismo año del cierre definitivo de El Cid, Francisco compró la bodega del tercer piso de Itagüí. Desde entonces, las máquinas están en ese lugar. Con el tiempo fue catalogando cada una, etiquetándolas para orientar a los visitantes, pero solo hasta 2016 el museo vio la luz. A Francisco lo invitaron a Donmatías, su pueblo natal, para que las expusiera allí.

—Fue la primera vez que el museo se exhibió de manera itinerante. Agarramos para Donmatías con cada una de las máquinas —recuerda Francisco, mientras se toca el hombro derecho—. Son tan pesadas que, de estarlas pasando de un lado a otro, me dio una hernia y me tuvieron que operar un hombro.

Hilos de Historia ha pasado por varios lugares como los pasillos del centro comercial Premium Plaza y el municipio de Caldas. En 2017, sin pensarlo, al proyecto se le unió otro soñador. Francisco, en busca de ayuda, llamó a la Alcaldía de Itagüí. Necesitaba a alguien que pudiera asesorarlo en la reconstrucción histórica de la exposición.

Desde el otro lado de la línea se escuchó la voz de Orlando Luján, que ya había estudiado la historia de la industria textil en Medellín y su área circundante, y comenzó una unión que ha fortalecido al museo. Luján escribió Hilos de historia, tecnología de confección y tejido social en Itagüí, siglo XX, un libro basado en las 126 máquinas que se exhiben en el museo. Más allá de un recorrido por los aparatos, es un viaje por las entrañas de las confecciones en el siglo pasado, el principal motor económico de la región.

Hilos de Historia relata lo acaecido a las máquinas que hoy, inmóviles y yertas, esperan a los visitantes. El sentido profundo es contar, contar, contar:

—La exposición refleja una época, preserva la memoria de Antioquia, el ethos de los antioqueños —dice Luján.

Medellín y su área circundante, que hasta el Siglo XIX había sido una villa agrícola, vio el auge de sus industrias en el XX. Desde la fundación de Coltejer, en 1906, las textileras comenzaron a proliferar, teniendo un esplendor en los años 30.

En 1967, Daniel Herrero acuñó a Medellín la chapa de la “Manchester latinoamericana”. La alusión a la ciudad inglesa no era en balde. Para la década del 70, según un artículo de Jorge Valencia Restrepo, que fue publicado en la enciclopedia Historia de Medellín, la ciudad proveía el 90 por ciento de los tejidos que se comercializaban a nivel nacional. En América Latina era la líder indiscutida, por encima incluso de São Paulo.

Esas memorias reposan hoy en Itagüí, en ese salón del tercer piso, de un edificio sin mucha gracia. Pero el soñador que dio forma a la historia, que se hernió por cargar sus 126 máquinas, espera conseguir un lugar más adecuado en el que pueda exhibirlas a sus anchas, como lo merecen. Busca que alguien le abra las puertas, que le dé una oportunidad para sacar del olvido a esos aparatos pesados, anacrónicos y, a su modo de ver, hermosos

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