Hace mucho tiempo, cuando todavía las carreteras eran caminos de herradura y los campesinos recorrían los montes con miedo a toparse con algún desconocido, una recua de mulas logró atravesar la última montaña con la caja que llevaba encima y en cuyo interior había algo tan poderoso que sería capaz de romper el embrujo y llevar al que lo tuviera en sus manos a lugares que nadie antes había pisado.
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La caja que hace magia rueda desde entonces por todos los rincones del departamento, ha entrado a las casas de 210.000 familias antioqueñas y se ha quedado a acompañar las clases de los alumnos de 4.200 escuelas. La artífice de este ilusionismo es la Fundación Secretos para Contar, que desde hace 20 años nació con la misión de armar bibliotecas y sembrar nuevos lectores que pudieran manejar el “poder” que viaja dentro de las cajas: libros de todos los colores y saberes.
En estas dos décadas Secretos para Contar ha repartido unos ocho millones de libros —posiblemente sea la mayor editorial del país— en los lugares más recónditos, en los extremos del mapa, donde a fuerza de lidia llegan las ondas hertzianas y las mula bien herradas.
No importa si hay que llegar en lancha, en bestia, en chiva o a pie, o si las escuelas que son los sitios de encuentro quedan a dos o tres días de trocha, allá siempre llega un libro de Secretos para Contar.
—La escena que me parece más linda es la del campesino que después de los encuentros se monta en su mula con un libro debajo del brazo. Ahí lleva su pasaporte, porque los libros le muestran que el planeta no es solamente el lugar donde viven. La lectura los hace habitantes del mundo, le ha ayudado al campo a saber que no estamos solos—, cuenta Néstor Úsuga, profesor de la Institución Educativa Pedro Nel Ospina de Ituango, donde fue el encuentro más reciente el mes pasado en el corregimiento de La Granja.
Ese fue el sueño cuando todo nació en 2004. Bajo la dirección de Lina Mejía Correa y de varias instituciones y familias benefactoras, se plantearon varias preguntas: ¿qué leen las familias del campo, o es qué no tienen libros, o es que quizás no hay bibliotecas en las escuelas rurales? Después de estudiar a fondo el asunto, concluyeron que los campesinos aprenden a leer lo básico en la escuela —recetas, papeles oficiales, notificaciones, listas de mercado— pero fuera de eso no tienen nada para leer y mantener el hábito.
Otra conclusión fue que a la palabra escrita le tienen un profundo respeto, recelo, es una suerte de algo sagrado y muy lejano para ellos. Por eso con el pasar de los años a la gente se le olvidaba leer.
La Fundación se apoyó en estudios que revelan la alta probabilidad de que los niños lean con recurrencia cuando sus padres tienen una biblioteca en sus casas y se práctica la lectura en familia. También visitaron escuelas y entendieron que las estanterías de los salones tenían poco material, guías viejas, de hojas amarillas y gastadas que no provocaban sino bostezos. Los profesores tenían poco margen para enamorar a sus estudiantes de la lectura, además, después del colegio, la cocina, los azadones y los machetes ocupaban las manos de los muchachos que casi nunca volvían a agarrar un libro.
Por eso el diagnóstico y la solución se empezaron a bosquejar con claridad: el campo merecía atención urgente en términos de acceso al conocimiento y a la educación; y la mejor forma de empezar a ganar ese pulso era llevar bibliotecas que se quedaran en las casas y se convirtieran en un familiar más. La pregunta siguiente fue qué libros llevar. Había textos de iniciación, coloridos y didácticos, pero oriundos de México y España que hablan del maguey, del agave, de los pistachos o de los cerezos. Se necesitaba llegar a esos rincones apartados y hablar el lenguaje cotidiano de la gente del campo, de sus cultivos de maíz, frijol, yuca, de las quebradas, los charcos y la menguante, del Hojarasquín del monte y de las curas del yerbatero. Había que crear ese contenido para poder tirar el anzuelo. Entonces, además de conseguir libros en donación, la Fundación le apostó a crear un proyecto editorial que fabricara contenido dirigido a los hogares campesinos, explorando sus gustos y afinidades para entregarles material que fuera de su interés.
Así nació la magia. Esta enorme editorial ha distribuido de forma personal en estos 20 años unos ocho millones de libros en 4.200 escuelas, ha conseguido que 210.000 familias rurales adopten varios libros y ha tejido una poderosa red de más de 50 promotores de lectura que reparte durante dos años las 250.000 copias de cada nueva colección para que las bibliotecas se renueven.
Parecen la familia de gitanos de Melquiades que cada marzo plantaba una carpa cerca de Macondo para dar a conocer con gran alboroto de pitos y timbales la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia.
Con más de 100 aliados públicos y privados, la Fundación ha financiado la producción de 27 títulos, editados por ellos y cuyas temáticas han sido propuestas por los mismos habitantes a quienes ya les han entregado textos con anterioridad.
Es decir, las familias son las que deciden qué temas quieren abordar en los nuevos tomos. Que sean libros contextualizados para el público que los lee ha permitido que el padre de familia que hace mucho había dejado de leer retome el interés por aprender.
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Los textos abordan un sinfín de temáticas, desde primeros auxilios, gastronomía y salud, hasta mitología y plantas medicinales. Un libro con esta última temática fue pedido en uno de tantos encuentros en el campo. Secretos para Contar se puso a la tarea de escribirlo, encargó del sustento científico a Álvaro Cogollo, director científico del Jardín Botánico, y de la ilustración al Herbario de la Universidad de Antioquia. Cuando salió del horno y lo repartieron en el resguardo Cristianía en Jardín, uno de los taitas, que desde entonces anda con ese libro en la mochila, dijo: “Es lo único bueno que ha hecho el hombre blanco”.
Cada detalle de la colección es planeado con minucia, su diagramación, su contenido, el diseño, la calidad del papel y la encuadernación. Es que ese olor a nuevo cuando se destapa un libro es lo que primero enamora. Por eso cada entrega en una escuelita perdida entre las montañas es el evento social del año en las veredas.
Los campesinos se ponen la mejor pinta, llevan la mejor mula y reciben la caravana con actividades y comida. Leer también se convirtió en el pretexto para recuperar la práctica ancestral de compartir. La Fundación también reparte gafas para las personas mayores que tienen presbicia y complementa la oferta con diccionarios para ubicarse si en la mitad de un libro alguien se extravía.
El impacto de esta iniciativa lo han ido midiendo cada dos años. Dice la Fundación que cuando empezaron, apenas el 24% de las familias tenía un hábito de lectura mensual. En las últimas mediciones más del 78% tiene un hábito de lectura entre diario y semanal. Hay muestras en el incremento de frecuencia de lectura y procesos de alfabetización y alfabetización inversa, es decir, los niños también ayudan a que los mayores aprendan o retomen sus hábitos lectores.
Cuenta el profesor Néstor Úsuga, de Ituango, que los talleres de lectura son mágicos porque llevan la palabra desde la lúdica, enseñan a jugar desde la palabra y no solo desde el lenguaje escrito. Los promotores enseñan a abordar los libros, a encontrar los mitos y leyendas, los personajes, las historias del campo, la naturaleza, el cuerpo humano y de la gente de otros lugares.
—La lectura no iba a llegar por obra y gracia del Espíritu Santo. Había que acercarlos lentamente a las palabras, desde la sorpresa, desde la magia. La forma de viajar son los libros. La lectura es juego. Nos emociona que entre todos podamos aprender—, dice.Los ejercicios de lectura en voz alta reviven en el campesino —cuenta Néstor— el amor por contar sus historias. Esa es la magia verdadera, la que rompe el embrujo del miedo y el silencio en la montaña.
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—Una vez estábamos leyendo el libro Con los pelos de punta, sobre mitos y leyendas de Colombia y otros países. Eso motivó a que los campesinos transmitieran sus propias historias, el ejercicio termina abriendo las puertas para que ellos cuenten lo que saben—.
Y concluye. —En el campo hay mucha tradición oral que se está perdiendo porque los viejos mueren con sus historias. Nos han enseñado siempre el silencio a las malas. Leer también es un efecto de catarsis, de conversar, para que nunca más mueran las historias—.