Los recuerdos que más le importan a Franco Angelo Ripoll, a sus 64 años, están marcados por animales. Rememora anécdotas, algunas trágicas en exceso, con la certeza de que estará acompañado hasta la muerte por esos seres que lo han salvado tanto como él a ellos. No sabe con exactitud cuándo proteger a los animales se volvió su propósito: dice que ha rescatado más de 3.500 en toda su vida. Ahora, necesita la solidaridad de la gente para sacar adelante un emprendimiento, recoger dinero y mantener su fundación.
Franco nació con autismo cuando no era una condición muy conocida. Su comportamiento y forma de pensar eran extraños para los demás. Su mundo era una pintura a blanco y negro, habitado por una madre dura y unos hermanos distantes. Para los colores estaban los animales: perros, gatos, caballos, patos, pollitos, renacuajos despertaban su curiosidad y alegría. Después fue amor.
El sentimiento lo heredó del abuelo materno, hombre culto, bueno, estricto, que hablaba tres idiomas y le inculcó la lectura y la música clásica. Le dio los genes paisas (tenía ascendencia italiana por parte del padre).
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Era chalán y adiestrador de caballos, por lo cual se codeaba con hacendados y finqueros que lo contrataban por todo el país. Franco lo siguió a Bogotá cuando era adolescente. Allí terminó el bachillerato; luego estudió licenciatura en artes plásticas, en el Atlántico. Se convirtió en maestro, se casó y tuvo hijos.
Vivía una vida próspera con su familia, en Mutatá, Urabá antioqueño. Cuando tenía 42 años, 22 al servicio de la docencia, tenía 37 hectáreas de tierra, 98 reses, 5 empleados para la cosecha de plátano, 12 perros, pavos, patos y gansos. En el año 2000, Franco y su esposa estaban en una celebración, en la finca del compadre, a 40 minutos a caballo de la suya. En la casa se quedaron sus dos hijos mayores, Conrad (21 años) y Efrén (19 años), con la esposa y los gemelos bebés de este último.
La sombra de los animales
Franco soñó que sus 12 perros ladraban sin parar, lo sintió como una pesadilla que hoy considera premonición. Partió de nuevo a casa, con su esposa y otros tres hijos. Por el camino vio un montón de gente que salía en bestias y a pie con los corotos. Cuando llegó, supo que a Conrad y Efrén se los llevaron los paramilitares. Como se negaron a torturar y matar gente, los asesinaron y aparecieron cerca del río, entre 16 cuerpos. El resto de la familia tuvo que huir.
Camino a la escuela donde les dieron refugio, Franco iba con tres gatos y los ocho perros que los paramilitares no mataron. Pero en el resguardo había tanta gente hacinada que no le permitieron los animales. “Quédate con los muchachos, yo me quedo en el parque y hago un cambuche con los perros”, le dijo a su esposa. Días después, les dijeron que los enviarían en vuelos hacia Medellín. “Los perros no pueden ir”, le explicaron. “Vete con los muchachos, que yo me voy con mis ocho perros y mis tres gatos en autostop”.
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En la capital antioqueña, tras el reintegro familiar, un amigo le ofreció cuidar una finca que fue de Pablo Escobar y estaba en extinción de dominio, en La Frontera, entre Medellín y Envigado. El lote lo sedujo, le metió mano y lo volvió un hogar. La gente lo fue conociendo porque empezó a rescatar y cuidar perros y gatos, tal como lo recuerda Alfonso Parra, quien hoy conserva una floristería en La Frontera. Los cojos, hambrientos, maltratados, abandonados, mugrientos y pulgosos tenían un espacio allí. También salvó pájaros y zarigüeyas.
Pero mantener los animales implicaba muchos gastos, por lo cual decidió crear una fundación que llamó El Chalet de Snoopy. Siguió rescatando animales y acudía a veterinarias para que los más graves fueran atendidos barato, gratis o fiado. Hoy tiene créditos en seis veterinarias, donde los procedimientos le salen a mitad de precio.
Cada año, más perros. Casi lo mata el dolor cuando, en 2008, envenenaron a 20. Desde 2009, empezó a cuidar, de forma simultánea, la mansión Montecasino, que fue de los Castaño, también en La Frontera. Ambos terrenos los vigiló hasta 2011. Con la liquidación montó una empresa de jardinería con su hijo Fabricio y seguía dedicado a la fundación. Dio varios animales en adopción. El año antepasado, Fabricio falleció en un accidente de tránsito. Por cosas de la vida y papeleo, Franco perdió la empresa de jardinería y quedó solo con la pensión.
Gran parte la invierte en los animales. Hoy atraviesa una dificultad económica que tiene en vilo la fundación, pero, por eso, pide la ayuda de todo el que se quiera sumar. De lo que salvó de la microempresa invirtió en un lote en Santa Bárbara, Suroeste antioqueño, para construir la sede de la fundación, que se sueña con módulos grandes, unidad veterinaria y espacios para unos 800 animales.