—¿La historia de Fernando González? Sí, claro que la conozco— responde Ramón Alcides, satisfecho.
El filósofo envigadeño Fernando González y el abogado litigante Ramón Alcides Valencia comparten el hecho de ser los únicos en Colombia (o al menos los únicos que se conocen) que lograron doblegar con las armas de la ley a poderosas entidades de la fe católica -como las ánimas del purgatorio- en pugnas por posesiones materiales.
—Pero Fernando González era ateo, no creía en nada de esto. Yo soy creyente, yo soy godito—.
Siendo juez municipal en Medellín hace casi un siglo, al escritorio de Fernando González llegó el testamento de una mujer rica que ordenó entregar parte de su fortuna a las ánimas del purgatorio y al Niño Jesús de Praga. La Arquidiócesis se frotó las manos y fue a reclamar la herencia (era lo usual en esa época), pero el “Brujo de Otraparte” los devolvió por donde llegaron. Las ánimas del purgatorio no tenían personería jurídica y solo hasta cumplir los 18 años el Niño Jesús podría recibir la herencia. Solo la familia de la muerta tenía derecho a reclamar la fortuna, sentenció.
Lo hizo para incomodar, claro, pero sobre todo porque era lo que dictaba la ley. Alcides también se cobijó en el derecho pero su único objetivo fue salvar a la iglesia del municipio de Concepción, declarada Bien de Interés Cultural de la Nación.
Después de la procesión de Resurrección de 2011, el párroco Humberto Hincapié le pidió a Alcides que fuera a la casa cural para comentarle un asunto. El padre Hincapié había estado en el Ministerio de Cultura en busca de permisos y plata para salvar la parroquia de Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción que estaba al borde de la ruina después de permanecer cerca de 140 años en pie.
Pero de allá llegó con las manos vacías. Ante la solicitud que les hizo el padre en el Ministerio le respondieron que necesitaban las escrituras, un formalismo, pero algo necesario para asegurarse de que el terreno donde está el templo pertenecía efectivamente a la parroquia. El problema es que las escrituras decían otra cosa, decían que en 1860 Nepomucena Osorio, dueña del predio donde levantaron en 1770 una primera capilla con cal y paja, donó su propiedad a Nuestro Amo y a la Cofradía de las Ánimas.
“Qué vamos a hacer”, le dijo el padre desesperado.
La solución que se le ocurrió al abogado, la única salida posible, fue hacer un proceso de pertenencia. Debían demostrar que la parroquia era la legítima propietaria y para eso tenían que demandar a las ánimas y a Nuestro Amo.
—Teníamos que recoger pruebas; presentar testigos, entregar evidencias y demostrar la posesión. A eso me dedico, era como cualquier otro proceso para legalizar predios—.
Pero aunque el proceso parecía claro, lo difícil, lo verdaderamente complicado, era convencer al pueblo de que estaban haciendo lo correcto.
Concepción, que tiene uno de los 45 Centros Históricos que existen en Colombia, parece un pesebre costumbrista y los asuntos de la fe se los toman muy en serio. En 1998 sus habitantes se atrincheraron frente a la iglesia y retuvieron al padre Guillermo Montoya, tal vez el más querido de sus curas, luego de que la Diócesis de Girardota ordenara su traslado. Solo tras varios ultimátums y la amenaza de dejarlos sin sacerdote indefinidamente lograron que aceptaran la partida de su querido cura.
Por eso mientras Ramón se encargaba de recopilar las pruebas documentales, certificados de libertad y tradición, planos rústicos de linderos y testimonios que corroboraban que la parroquia a través de sus representantes –los párrocos– había ejercido posesión por más de un siglo; de manera paralela, a través de emisora y desde el púlpito, el padre Humberto y luego su sucesor, el párroco Carlos Andrés Cataño, trataban de convencer a la feligresía de que no estaban cometiendo una herejía.
Y aunque la mayoría apoyó el proceso otros no estaban dispuestos a ceder ni una pizca en su defensa al dogma de fe de las ánimas del purgatorio, proclamado por la Iglesia católica hace casi 600 años.
A la tienda de doña Gabriela Aguilar –la mamá de Alcides– ubicada a un costado de la iglesia y que es más bien un museo donde se puede tomar aguardiente, comenzaron a llegar personas cuya molestia fue subiendo de tono a medida que el proceso avanzaba.
Cierto día entró una señora que le aseguró que Alcides se iba a enterar que con las ánimas no se jugaba, que ellas salían del cementerio y recorrían a medianoche el pueblo rezando.
Así que doña Gabriela hizo lo que debía hacer: salir a comprobar si era cierto. Una noche le pidió a su otro hijo Guillermo acompañarla al encuentro de las ánimas que tal vez andaban buscando a los responsables de quitarles lo que siglo y medio atrás les habían dejado.
—Encontramos ratones, chuchas, murciélagos, un caballo viejo buscando qué comer, pero no vimos las ánimas ¡Qué iban a venir!—.
En mayo de 2011 Ramón instauró la demanda ante el Juzgado Primero Civil del Circuito de Rionegro. El juez ordenó que se notificara públicamente a los demandados. El 26 de junio de 2011, EL COLOMBIANO publicó un aviso de emplazamiento judicial en el que informaba que la Parroquia La Inmaculada Concepción demandaba a la cofradía de las ánimas y Nuestro Amo y a cualquier persona que se considerara con derecho a la propiedad del terreno, y les advertía que de no comparecer ante el juzgado en los siguientes quince días se asignaría a un curador Ad-Litem para notificarse sobre la demanda. Nadie apareció.
A mediados de 2012 el juez ordenó un interrogatorio al párroco Carlos Andrés. Era el momento decisivo porque si por un segundo el padre dudaba, titubeaba, gagueaba o sus convicciones religiosas le jugaban una mala pasada ante el juez, el proceso se iba al traste.
—El padre estaba un poco nervioso. Yo le anticipé qué podrían preguntarle y le dije que si le preguntaban dónde está nuestro amo o las ánimas y respondía que en el cielo o el purgatorio todo acababa ahí porque el juez de inmediato pediría ir a buscarlos para que comparecieran o declararía la nulidad del proceso—.
Efectivamente, tras tomarle juramento y aclararle que cualquier fallo a la verdad podría tener consecuencias penales, le preguntó si conocía a nuestro amo y a las ánimas. El padre respondió que no.
En el tramo final del proceso el juez ordenó un avalúo que determinó que el terreno tenía un valor de $690 millones y la iglesia un valor incalculable por las obras de arte y su arquitectura.
El 28 de septiembre de 2012 el juez dictó sentencia: reconoció la titularidad del predio por parte de la parroquia con nuevas escrituras y dejó sin efecto la escritura en papel amarillento que con hermosa letra cursiva dejaba constancia de la voluntad de la señora Nepomucena 152 años atrás.
—Gracias a nuestro señor y a las benditas ánimas— dice Ramón con sonrisa satisfecha —. En este caso lo mundano superó a lo divino y para salvar la iglesia tuvo que prevalecer lo terrenal—.
Las obras y la polémica siguen
La iglesia actual fue levantada en la década de 1870. El nuevo templo reemplazó al rústico construido casi un siglo atrás, el cual confirmó formalmente a Concepción como un pueblo que hasta entonces era un rincón que había atraído a colonos de varias partes de Antioquia por la fiebre del oro. La arquitectura y diseño del nuevo templo, cargado de detalles como oro laminado, su campanario, sus obras de arte y maderas que hoy tienen un valor incalculable reafirmaron la febril devoción católica del pueblo que vio nacer al héroe independendista y general insurrecto José María Córdova, asesinado en El Santuario en 1829 con un sable atravesado en su cráneo por órdenes de Simón Bolívar.
Eduardo Vásquez, un turista que aprovecha la relativa soledad semanal de Concepción para hacer turismo (en general los fines de semana no tiene arrimadero), dice conocer las iglesias de 38 de los 45 Centros Históricos del país y considera que el de Concepción es uno de los pocos que, a pesar de haber sido intervenido, conserva esa sensación indefinible de viaje al pasado al adentrarse en ellos.
Aunque aún haya quien desdeñe del método, nadie parece discutir que si la iglesia no hubiera sido restaurada, hace años se hubiese caído para siempre.
Las obras para salvarla comenzaron a mediados de 2013. Según relata Norbey Montoya, un joven concejal y secretario de la parroquia, se dividió la restauración en tres etapas porque la plata no daba para hacerla de un solo tirón.
Lo primero fue la nave central y la cubierta para reconstruir la majestuosa cúpula. Las obras más urgentes consistían en crear cámaras de aire para que la estructura respirara y desnudar la fachada, despojarla del granito y dejar descubierto el ladrillo para que secara y el agua dejara de filtrarse por los poros del templo. Luego siguieron las dos naves laterales. Cada etapa costó en promedio entre $400 millones y $500 millones. La compleja intervención la adelantó la Fundación Ferrocarril de Antioquia.
Dice Norbey que el Ministerio de Cultura finalmente destrabó los permisos pero jamás puso un peso, quien sí lo hizo fue la Gobernación, la alcaldía y, sobre todo, el pueblo que se volcó a esa causa común a través de ofrendas y su generosidad en las celebraciones de San Isidro.
El párroco Nicolás Mejía fue a quien le tocó el último tramo de estas obras y tomar otras decisiones impopulares como el cierre de varias zonas del templo que en ese momento eran trampas mortales.
Pero las obras no han terminado. Y no es que pretendan emular al inacabado Templo de la Sagrada Familia, solo que, como dicen en el pueblo, aunque la voluntad es grande el bolsillo es corto. Todavía faltan arreglos en el frontis desnudo –que aún así luce imponente– y cambiar las vetustas redes de electricidad.
También sigue viva la disputa por la memoria de la historia detrás de la salvación de la iglesia. Caminando las calles del pueblo, buscando anécdotas y voces, asoman entre las ventanas caladas y las grandes puertas de madera sonrisas socarronas y ceños fruncidos al preguntar por la demanda que salvó a la iglesia y dejó sin terreno a las ánimas y a nuestro amo. “¡Cómo le parece! Con ese cuento nos salieron...”, “Pa´ que vea, esa no la contamos sino acá...”, “berraquitos el abogado y los padres, se le midieron a meterse con las ánimas pa´ salvarnos la iglesia...”.
Un día de tantos, tras contarle que no faltaba quien llegaba a su tienda y al leer la reseña de dicho proceso en papel periódico amarillento se regaba en contra de su hijo, el padre Nicolás tranquilizó a doña Gabriela. “Incluso si medio pueblo nos quiere y la otra mitad no, quédese tranquila que se hizo lo correcto”, recuerda que le dijo.
El año pasado hubo otro revuelo. La parroquia quiso instalar a la vista de todos una placa que inmortalizara ante los miles de turistas la historia y sus protagonistas: Ramón Alcides, los tres párrocos y el esfuerzo de la comunidad, pero no hubo consenso y la placa terminó en la tienda de doña Gabriela.
Y quizás sea más interesante esa disputa que un consenso edulcorado. Después de todo nadie, o casi nadie, puede controlar las formas de la memoria. Que lo diga Nepomucena, un fantasma que no figura ni en registros de la parroquia ni en ninguna tumba. Y cuyo único rastro de que alguna vez existió afloró siglo y medio después por una demanda que desobedeció su designio.