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Hasta español de guerra civil tras desaparecidos en Colombia

Así es el trabajo para recuperar 152 cuerpos de víctimas de desaparición forzada en el oriente antioqueño.

  • El de Rionegro es el cementerio más grande del oriente antioqueño y donde hay más cuerpos sin identificar: 152 en total. FOTOS CARLOS VELÁSQUEZ
    El de Rionegro es el cementerio más grande del oriente antioqueño y donde hay más cuerpos sin identificar: 152 en total.
    FOTOS CARLOS
    VELÁSQUEZ
  • En 2003 al cementerio de Rionegro llegaron más de 80 cuerpos sin identificar. Los militares los llevaban en camionetas según el sepulturero.
    En 2003 al cementerio de Rionegro llegaron más de 80 cuerpos sin identificar. Los militares los llevaban en camionetas según el sepulturero.
  • Solo en el 2003 al cementerio de Rionegro llegaron más de 80 cuerpos sin identificar. Los militares los llevaban en camionetas según el sepulturero. FOTO CARLOS VELÁSQUEZ
    Solo en el 2003 al cementerio de Rionegro llegaron más de 80 cuerpos sin identificar. Los militares los llevaban en camionetas según el sepulturero. FOTO CARLOS VELÁSQUEZ
16 de marzo de 2024
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Don Luis Fernando lleva 35 años trabajando como sepulturero en el cementerio de Rionegro. Llegó en 1988, cuando tenía 20, recomendado por un amigo de su papá que era concejal. Entra a las 9 de la mañana y sale a las 5 de la tarde. Cuida la grama que parece sacada de una cancha de fútbol inglesa, poda los árboles, cambias las lápidas, abre y cierra ataúdes. Lleva botas de caucho y un delantal quirúrgico azul claro empolvado y medio roto. Las manos gruesas llenas de cal que ya no sale con agua y jabón. Es muy bajo para su edad.

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Antes, cuando las cremaciones no se habían puesto de moda, tenía mucho trabajo. El de Rionegro es el cementerio más grande de todo el Oriente antioqueño y tiene más de 3.000 bóvedas. Es también en el camposanto donde hay más cuerpos sin identificar en toda la región: 152. Pero antes había más: en 2008 eran 316. En 2002, Luis recibió ocho cuerpos presentados como N.N. En el 2003 cuando recién empezaba la política de seguridad democrática del gobierno Uribe fueron 88, 11 veces más. La mayoría eran cuerpos de muchachitos que el Ejército llevaba y presentaba como guerrilleros muertos en combate. “Aquí venían ellos en unas camionetas turbo por la noche y dejaban los cuerpos en la parte de atrás. Venían envueltos en bolsas negras, eran muy organizados”, recuerda don Luis.

Ahora recibe solo uno o dos muertos en el mejor de los días. “Pero igual aquí hay mucho por hacer todos los días. ¿Cómo lo ve? ¿Está bonito o no? Yo me he quedado aquí por las noches a ver cómo se siente pero esto es muy tranquilo, no se siente nada. Es que no todos somos iguales, unos somos valientes y otros son nerviosos”, dice Luis el valiente, que ha enterrado ahí a su hermano, a su madre y a su padre.

Las últimas dos semanas, entre el 4 y el 14 de marzo, el trabajo de Luis volvió a ponerse intenso, pues le tocó hacer de guía del equipo de forenses de la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas —la entidad que surgió tras la firma de los acuerdos con las Farc para buscar a las 103.000 personas (capaces de llenar dos veces el estadio Atanasio Girardot y todavía se quedan 10.000 personas por fuera) desaparecidas durante el conflicto armado en Colombia— que llegaron a Rionegro para exhumar e identificar y luego, en caso de que ocurra casi un milagro, entregarle a la familia el cuerpo de su desaparecido después de 15 o 20 años.

En el cementerio de Rionegro las bóvedas están organizadas en columnas de a seis. Los N.N. —a los que ahora se les debe decir Cuerpos sin identificar— están en la primera o en la sexta fila. Y es que en los cementerios, como en los anaqueles de los supermercados, las filas de la mitad, las que quedan al frente del ojo, son las más cotizadas.

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Uno de esos cuerpos, el de un hombre que al momento de su asesinato debía de tener entre 20 y 30 años, estaba acostado el jueves de la semana pasada en una mesa plástica larga, como de bazar de colegio, al aire libre en uno de los corredores laterales de la parroquia del cementerio. Estaba acostado, casi flotando, sobre un plástico negro lleno de pantano. Esa es una de las consecuencias de estar tanto tiempo guardado en el primer piso, la humedad se filtra y al final es todo casi agua. María Camila, que lleva puesta una pañoleta amarilla en la cabeza y mide casi el doble de don Luis, va separando el plástico y la ropa de los huesos cafés, casi negros, que seca y limpia como si fuera una porcelana empolvada. Con un cepillo les quita la tierra que es fácil de remover, y luego pule y estriega la que se queda pegada con un palillo de madera afilado. Le quita la ropa con cuidado, como si no quisiera despertarlo: una chaqueta café con cuadros blancos, dos pares de medias, unas cortas y unas largas, unas botas de caucho y una vaina vacía. Extiende todo al sol ¿Ya les hablé del sol que hacía ese día en Rionegro? Era uno de esos que deja a una generación entera con los cachetes colorados para toda la vida. Luego, lleva los huesos limpios a otra mesa de las mismas y va armando de nuevo el esqueleto como un rompecabezas: primero las piezas más grandes, la estructura: fémures, tibias, peronés, las costillas, la columna vertebral. Se lleva la pelvis, con los calzoncillos incluidos. Son rojos. “Frota la lámpara para que salga Aladino”, se alcanza a leer al lado derecho. Luego siguen los huesos pequeños: los tobillos, los huesos de las manos y de los pies. “Cuidado, no pasen por ahí”, dice la compañera de María Camila, “es que se me cayó un dedo”. Camila tiene 27 años, es antropóloga, le gusta tejer y de vez en cuando escucha música con los audífonos mientras trabaja. “Pongo instrumental para no distraerme con la letra porque empiezo a cantar”.

Solo en el 2003 al cementerio de Rionegro llegaron más de 80 cuerpos sin identificar. Los militares los llevaban en camionetas según el sepulturero. <b> </b>FOTO<b> CARLOS VELÁSQUEZ</b>
Solo en el 2003 al cementerio de Rionegro llegaron más de 80 cuerpos sin identificar. Los militares los llevaban en camionetas según el sepulturero. FOTO CARLOS VELÁSQUEZ

El cráneo está en otra mesa a uno o dos metros de distancia en el mismo corredor. Está todo despedazado. El médico Zamir Gómez, también antropólogo y joven como Camila, trata de darle forma. Lleva unas gafas de marco transparente que se quita y deja encima de la mesa para trabajar. Tiene las partes que cree que forman el cráneo en una bandeja, un rollo de cinta, un tarro pequeño de pegante, un cepillo pequeño que tiene un estuche para ponerse en el dedo índice y limpiar los últimos detalles. No le gustan los Legos ni los rompecabezas. Quizás le resulten muy fáciles. Intenta empalmes, limpia y vuelve a intentar, cambia de piezas hasta que alguna parece encajar, entonces se recuesta un poco en la silla cierra los ojos rápido y lanza un suspiro, como si acabara de meter un gol en el play.

En esa misma mesa, al frente, está sentada Érika. Odontóloga forense, 44 años, incapaz de soltar una frase sin dejarse ver todos los dientes impecables. “Lo que ella hace es como brujería”, me dice el comunicador de la Unidad de Búsqueda. A partir del análisis de la dentadura de los muertos, Érika puede estimar la edad y el género de las personas, saber si fumaban o si sufrían de malnutrición. La semana pasada recibió a una familia que le dijo que a su ser querido le gustaba sonreír para un mismo lado porque los dientes del otro los tenía feos. Con eso supo que estaban hablando de la misma persona.

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La historia es la siguiente: a un hombre lo mordió una serpiente en uno de los pies y fue al hospital. Cuando estaba ahí, le hicieron un atentado y le dispararon en el rostro. Sobrevivió, pero quedó sordo de un oído y cojo de un pie. Además, no le gustaba sonreír del lado de donde le dispararon. Años después lo enterraron como cuerpo sin identificar en Rionegro y dijeron que había muerto en medio de un combate. Érika le limpia y le junta los dientes. Siguen blancos, bien cuidados. “Lo mejor de este trabajo es que los pacientes son de verdad pacientes y no impacientes, no hablan, no se quejan del dolor, no acosan, puedes hablarles”, dice la doctora que cree mucho en Dios.

Adentro, en la parroquia cercada por una cinta de un color lila medio infantil, hay un hombre alto, barbado, canoso y de cara alargada vestido como senderista. Se llama Francisco Etxeberría, es del país Vasco, en España, y lleva más de 20 años exhumando más de 10.000 cuerpos de víctimas de la Guerra Civil Española. Estuvo con el ejército británico en las Malvinas recuperando cuerpos de los militares argentinos. En Chile ha acompañado las exhumaciones de Allende y Neruda. Mientras almuerza un pollo con papas fritas dice que efectivamente el primero se suicidó y el segundo murió de cáncer. A Colombia vino como una especie de consultor producto de una cooperación de los dos países para proyectos relacionados con derechos humanos. Todos en el equipo parecen encantados con su visita.

“Las mujeres que están viniendo a este cementerio se expresan exactamente igual que cualquier mujer del norte de África, que tiene el mismo problema, que tiene el desaparecido, que no se le ha ayudado, que no tiene explicaciones, que no sabe nada. ¿Para qué hacer esto? Para ensanchar el discurso de los derechos humanos, para reforzar los valores democráticos, ¿no es suficiente? Luego está el interés de la familia, pero la sociedad tiene que entender que el problema no es solamente privado o particular, es una cosa de la sociedad colombiana”, dice.

Lo que sigue después de limpiar y rearmar el esqueleto en la nueva mesa es que los investigadores forenses comparan la información que llevan meses recopilando sobre la persona desaparecida con los huesos que tienen en frente. Y es que para llegar al punto donde don Luis vuelve a abrir la bóveda ha tenido que pasar mucho tiempo y trabajo. Los investigadores de la Unidad tienen que tener algunas hipótesis previas sobre a quien corresponde el cuerpo que se va a exhumar: fechas, datos, testimonios. Toda muestra de dolor en vida sirve: una fractura, una cortada profunda, una deformidad. Para empezar a armar esas hipótesis es fundamental que las familias o los seres queridos de los desaparecidos hagan sus solicitudes de búsqueda y den información. Aunque en Antioquia hay aproximadamente 23.000 desaparecidos, la entidad solo tiene unas 4.000 solicitudes de búsqueda.

Si el esqueleto confirma la hipótesis de la investigación, entonces se envían a Medicina Legal con una orden de prioridad para que se hagan pruebas de ADN con la familia. Para esto, al esqueleto le extraen un trozo del fémur. Si por el contrario los huesos y la investigación previa no se parecen tanto, también son enviados a Medicina Legal, pero no en la fila preferencial sino en general, donde pueden pasar años.
En estas semanas de intervención del cementerio de Rionegro se recuperaron 18 de los 152 cuerpos que hay sin identificar. El jueves de la semana pasada a eso de las tres de la tarde se hizo la exhumación del último cuerpo de esta primera tanda. El ritual es casi bíblico: a la puerta de la bóveda llegan Camila y su compañera vestidas todas de blanco como una pareja de astronautas sin casco. Al frente, en unas sillas plásticas se sienta la familia con una de las investigadoras que cree tener información de que en la puerta que están por abrir está el cuerpo que llevan buscando 21 años. La bóveda está en el primer piso. Arriba, en el segundo, hay una desocupada y ahí ponen una veladora y un ramo de flores amarillas. La investigadora les da el resumen en voz alta a las forenses: cuenta que el cuerpo que están por conocer está muerto desde el 2003 cuando apenas tenía 15 años. Que vivía con su mamá, su papá y su hermano en una vereda de San Carlos. Que iba a la escuela, que cuando se les perdió y empezaron a buscarlo los militares les dijeron que eran un guerrillero. Que al cementerio llegó ese año en una tanda con otros doce o trece muchachos.

Las forenses se presentan y se comprometen a hacer su trabajo espléndido. La madre hace una oración. Entonces aparece don Luis, con gafas de soldar, se agacha y da un par de martillazos. Abre la bóveda que seguramente él mismo cerró por última vez. La familia sigue sentada, nadie se para a intentar esculcar lo poco que se alcanza a ver. Nadie habla.

Entre cuatro suben el ataúd a una mesa. Es uno de esos que regalaba el municipio, contará luego don Luis. Lo destruyen sin mucho esfuerzo. Entonces se ve la bolsa negra y luego los huesos del mismo color. Camila empieza a limpiar y a rearmarlo de a poco en otra mesa. También a escribir muy rápido en una libreta. Intento adivinar: tibia, peroné, pelvis, vértebras, tarso, cráneo con impacto de arma de fuego. El fotógrafo forense lo registra todo. Mientras tanto, la madre, que ni siquiera se ha puesto de pie para quedar a la altura de su niño saca un álbum de fotos y se lo muestra a la investigadora: cumpleaños, navidades, fiestas familiares, días especiales, tardes de sol como esas.

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