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Fiesta en Castilla, entre la nostalgia y el ranchenato

Hay sitios de fiesta en Medellín donde todavía los turistas no llegan y la música es mucho más que reguetón. Castilla es uno de ellos

  • Castilla es la comuna 5 de Medellín. Está conformada por 14 barrios: Tejelo, Boyacá, Las Brisas, Toscana, Florencia, Belalcázar, Héctor Abad Gómez, Castilla, Caribe, Girardot, El Progreso, Tricentenario, Alfonso López, Francisco Antonio Zea. Foto Carlos Vélasquez.
    Castilla es la comuna 5 de Medellín. Está conformada por 14 barrios: Tejelo, Boyacá, Las Brisas, Toscana, Florencia, Belalcázar, Héctor Abad Gómez, Castilla, Caribe, Girardot, El Progreso, Tricentenario, Alfonso López, Francisco Antonio Zea. Foto Carlos Vélasquez.
23 de septiembre de 2023
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En las aceras de la carrera 68 con calle 96 la gente bebe cerveza en lata o en vasos plásticos untados con sal en el borde superior. Esa cuadra es el núcleo de la rumba roquera de Castilla, el barrio de Medellín que en los ochenta asistió al surgimiento de la violencia del narcotráfico y a la formación de las primeros grupos del punk del Valle del Aburrá. En el recorrido por la noche nos acompaña Caliche —Carlos David Bravo—, el baterista de Desadaptadoz. La caminata empieza en Michelada, un pequeño local en el que suena metal, rock clásico y punk.

Adentro, en una masa indiferenciada de roqueros vieja guardia y muchachas chic, la clientela se agolpa alrededor de una barra detrás de la que tres vendedores se mueven de un lado al otro para atender los pedidos de cerveza, aguardiente o para indicarle a un recién llegado el camino al sanitario. Caliche compra un vaso de cerveza y sale.

Afuera de Michelada un cincuentón saluda a Caliche. Se trata de un punkero de primera generación, esa especie urbana que conoció el sonido de The Sex Pistols o las guitarras destempladas de The Clash gracias a los casetes artesanales y al voz a voz de las emisoras o de las calles. De uno de los bolsillos laterales del saco de manga larga y capucha el hombre saca una cajetilla de Marlboro, ofrece cigarrillos y le da fuego a la punta del suyo.

“Te presento a estos periodistas, están acá para ver cómo es la rumba en estas cuadras”, le dice Caliche. El tipo achina los ojos, estrecha nuestras manos. “Un gusto, parceros. Estas calles son el corazón roquero de Medellín. De acá salió el punk de la ciudad. También la violencia, pero esto ha cambiado mucho”, dice el hombre.

Luego señala a una treintona, la presenta como su pareja y, sin pedírselo, cuenta parte de su historia. “Los que crecimos por acá tuvimos una vida dura. A mí me tocó aprender a robar, pero ya no hago eso. El barrio ha estado tranquilo, las cosas han cambiado mucho”, insiste. Y mira hacia ambas esquinas: las parejas caminan tomadas de la mano y los grupos de amigos entran en los bares o se sientan en los andenes a charlar al ritmo de la canciones que salen de las discotecas. Incluso hay niños, que corretean de aquí para allá o pasan en bicicletas seguidos de cerca por perros o por sus padres.

La rumba en estas cuadras de Castilla es tranquila, familiar. Tiene un aspecto distinto al de otros lugares de Medellín. En las esquinas no hay mujeres de falta muy corta y tacones aguja ni en los locales comerciales hay gringos llenos de dólares, adrenalina y licor.

“El barrio sí ha estado muy tranquilo, mucho”, dice Caliche, que ha pasado toda su vida en Castilla. Les pregunto a ambos por los tiempos en los que los punks se enfrentaban con los metaleros en batallas que ahora hacen parte de las leyendas locales. “Sí, nos dábamos duro con ellos. Nos citábamos en las canchas y allá peleábamos duro”, dice el hombre.

Caliche completa la anécdota: “sí, los punkeros le echaban pegante en el pelo a los metaleros. Estos ya son otros tiempos”. Estallan las risas típicas de quienes festejan las travesuras del pasado. Sin embargo, el ánimo se eclipsa unos segundos por el recuerdo de los colegas y los amigos muertos en los años en que Medellín fue la ciudad más peligrosa del mundo. El punkero se despide y nosotros vamos con Caliche a Yagé, el segundo bar de rock de la cuadra.

En Yagé la gente está apenas iluminada por las pantallas de los televisores que reproducen los vídeos icónicos del rock de los setenta y ochenta. En la mitad de la pista un hombre baila solo mientras en las mesas las parejas hacen confidencias o los amigos repasan las rutinas de la semana. Con un fuerte apretón de manos un hombre detrás de la barra saluda a Caliche. Le pregunto por el tipo de cliente que viene a la rumba de Castilla. Dice que, en su mayoría, son gente de los barrios aledaños o incluso de Bello. El hombre repite el mantra sobre el alma roquera de estas calles y de la larga historia musical del sector.

Nos despedimos para ir al balcón desde el que se divisa el flujo de los caminantes. No hay motos ni carros. Las calles están selladas por unas vallas metálicas y la presencia de agentes de tránsito en moto.

Para nombrar las peatonalizaciones la alcaldía de Medellín ha echado mano del lenguaje de la publicidad. Las ha llamado “Abrazos”. El primero de ellos fue el cierre de la Plaza Botero, esa explanada frente al Museo de Antioquia, que alberga las esculturas donadas por Fernando Botero. En ese punto convergen los turistas extranjeros y los buscavidas del centro que a punta de astucia le encuentran el quiebre al peso. El segundo se realizó en el Parque Lleras, uno de los emblemas de la noche medellinense.

Y el tercero es este, el cierre para carros y motos de la carrera 68, entre las calles 94 y 97. Son cuatro mil metros cuadrados dedicados al peatón durante las noches de los viernes, sábado y domingo. Al igual que los dos anteriores, este abrazo —que comenzó el cinco de junio de 2023— no se ha librado de las críticas. Un sector de los comerciantes del sector han propuesto cierres parciales de sus negocios en protesta por la medida.

Le pregunto a Caliche por la incomodidad de los comerciantes. Dice que algunos propietarios se han quejado porque la decisión no se le consultó a la comunidad. Sin embargo, para él la peatonalización es un acierto porque “humaniza el espacio”. Salimos de Yagé y seguimos el recorrido por la zona rosa de Castilla. Caliche señala locales con las persianas abajo y rememora el tiempo en el que allí había un bar de música protesta o uno de rock o uno de reggae. En estos años la oferta musical se ha convertido en una mezcla estándar de despecho, vallenato, merengue y salsa de motel.

En otras palabras, el repertorio de los rumbeaderos es un facsimil de la programación de las emisoras que se sintonizan en los buses o en los taxis. “Mirá eso: dizque ranchenatos”, dice Caliche con un brillo de sorna. Cosa curiosa, aquí no retumba el reguetón. Al menos hoy no.

Reparo en la oferta gastronómica: hay puestos con salchipapas y empanadas y restaurantes de comida rápida. También hay un asadero de pollo. Caminamos hasta una esquina en cuyo centro la música de cuatro locales distintos estalla en los tímpanos de los viandantes. “Somos una ciudad muy ruidosa. ¿Se imagina vivir en esas casas?”, dice Caliche al tiempo que señala hacia ventanas con las luces apagadas sobre las discotecas. “¿En serio ahí vive alguien?”, pregunto tontamente. “Claro, por eso muchos de los dueños tradicionales de los bares han querido insonorizar sus negocios”, responde Caliche.

La idea resulta lógica: al quitar el ruido hacia la calle los propietarios de los rumbeaderos llevan la fiesta en paz con la gente con la que a diario comparte en los supermercados o en los parques. No obstante, la propuesta no ha calado del todo porque muchos dueños de los comercios no son del barrio.

Entramos a un granero convertido en discoteca. La gente conversa a los gritos o bebe uno tras otro tragos de guaro. En la pista los cuerpos se apretujan en un ritual repetido millones de veces: el cortejo de tener al otro en los brazos, de percibir en la piel el pulso de la sangre ajena. Un DJ toma el micrófono, hace bromas de doble sentido y suelta merengues y vallenatos.

Alguien presiona un botón y una nube distorsiona las luces estroboscópicas azules y verdes. El DJ hace otro chiste y los bailarines vuelven a las mesas. No falta la pareja en la esquina que se retrasa en el beso, que cambia la dirección de la rumba. Tras dos canciones salimos del sitio con las orejas rebosantes de ruido. La fiesta sigue a nuestras espaldas.

Caminamos al punto inicial del recorrido. La rumba en Castilla es una mixtura de la nostalgia roquera con el baile frenético en locales llenos de pieles jóvenes, sudorosas. En las calles continúan los juegos de los niños y las caminatas de los novios que no tienen dinero para meterse en una discoteca. Aquí todo está muy controlado. Parece estarlo.

En la esquina final de las calles nos despedimos de Caliche. Antes de ir nos dice que estamos a pocos metros de una casa que aparece en Rodrigo D. No Futuro y del primer ensayadero punk de Medellín. De momento a Castilla no ha llegado el turismo masivo, el responsable de la gentrificación y el encarecimiento de la vida.

Sigue siendo la rumba de barrio, de parceros en las aceras y de las historias que pasan de una generación a la otra.

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