Por desde siempre vivir en contacto con las vacas, Natalia Ochoa supo pronto que su destino profesional era la medicina veterinaria. Esa cercanía con el trabajo campesino del norte de Antioquia también le hizo conocer de primera mano los desafíos que enfrentan los productores lecheros para disminuir el impacto ambiental y cultural que provoca la cría y el ordeño de vacas. Todo en este trozo del departamento recuerda la importancia que los bovinos han tenido en la economía y la idiosincrasia de los habitantes de San Pedro de los Milagros, Entrerríos y Santa Rosa de Osos. Y no se trata de una exageración: desde que el viajero sale de Medellín y toma rumbo a esta subregión, su ojo detecta un cambio en el paisaje. Los potreros en los que las vacas pacen mientras dentro de ellas se forma la leche son un ejemplo de la intervención humana.
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Natalia pertenece a una generación de lecheros que cuestiona las prácticas de sus ancestros porque a diario vive las consecuencias del cambio climático: los veranos extensos y las lluvias imprevistas. Además, por pasar por las aulas universitarias, esta generación sabe de los estragos que los excesos de químicos causan en la salud de los animales y de los humanos. Con todo esto en mente, Natalia ha decidido convertir Villa María, la finca familiar, ubicada en los límites de San Pedro y Belmira, en una especie de piloto para comprobar las teorías académicas de transición hacia una ganadería responsable con el medio ambiente. En varios momentos de la charla —que sostenemos en la parte trasera de su casa—, Natalia hace hincapié en el carácter científico de su proyecto. “Esto no lo hacemos por un espíritu jipi, sino para demostrar que otro modelo de ganadería es rentable”, dice.
El primer paso en este camino es el de tomar consciencia de algo simple y poderoso: la forma de producción de alimentos están directamente relacionados con la salud en las ciudades. “No sé en qué momento perdimos de vista que somos lo que comemos”, dice. Es decir, cualquier cosa que los campesinos hagan para aumentar el nivel de producción en sus terrenos tiene una consecuencia -buena o mala- en la vida de las ciudades. Para dar un ejemplo de esta idea, Natalia alude el crecimiento de los pastos en los potreros de las vacas. Según ella, muchos productores agrícolas emplean químicos para acelerar el crecimiento de los pastos. Estas sustancias, desde luego, terminan dentro del animal que se alimenta allí. No hay que ser un mago para saber, entonces, que dichos elementos pasan al torrente sanguíneo de quienes beben la leche o ingieren la carne.
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Con esto claro, Natalia ha cambiado la forma de trabajar las hectáreas de su finca. No emplea químicos en sus potreros. Más bien ha decidido abonarlos con una sustancia hecha con los micelios del bosque y con otros ingredientes naturales. Lo que hace el micelio es algo que los expertos llaman biorremediación. En palabras sencillas, este es un proceso para recuperar los ambientes alterados por contaminantes o sustancias vertidas en ellos por los humanos. La reparación de una finca no se hace de un día para el otro.
Para lograrlo se requieren varios años y mucha paciencia. Sin embargo, esta es la senda que debe tomar la ganadería para disminuir su huella ambiental. Al menos así lo piensa Natalia. Y en su caso ese conocimiento se tradujo en la decisión de consagrarse por completo a esta finca, a estar atenta de los mínimos cambios que se dan en los terrenos y en los animales. Su meta con esto es demostrar con datos que el respeto por la naturaleza no riñe con la productividad.