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Diego Calderón Franco, el biólogo que llevó el canto de las aves a Macondo

Con micrófonos y binoculares en mano, este biólogo de la Universidad de Antioquia grabó en el Caribe colombiano los cantos de las aves que hoy dan vida al Macondo de la serie Cien años de soledad, producida por Netflix.

  • Diego Calderón durante el trabajo de campo, grabando los sonidos de las aves para Cien Años de Soledad. FOTO Carlos Bran
    Diego Calderón durante el trabajo de campo, grabando los sonidos de las aves para Cien Años de Soledad. FOTO Carlos Bran
  • El canto del sinfín (Tapera naevia) está presente en la producción de Netflix. FOTO Johnnier Arango
    El canto del sinfín ( Tapera naevia) está presente en la producción de Netflix. FOTO Johnnier Arango
  • Ejemplar de Perdiz (Colinus cristatus), uno de los cantos usados en la serie de Netflix que recrea la obra cumbre de Gárcía Márquez. FOTO Rodrigo Gaviria Obregón
    Ejemplar de Perdiz ( Colinus cristatus), uno de los cantos usados en la serie de Netflix que recrea la obra cumbre de Gárcía Márquez. FOTO Rodrigo Gaviria Obregón
  • El canto del bichofué (Pitangus sulphuratus) es el canto con el que se asocial la vida cotidiana en la serie Cien años de soledad. FOTO Memo Gómez
    El canto del bichofué ( Pitangus sulphuratus) es el canto con el que se asocial la vida cotidiana en la serie Cien años de soledad. FOTO Memo Gómez
30 de marzo de 2025
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En una de las primeras escenas de Cien años de soledad, la adaptación de Netflix basada en la novela de Gabriel García Márquez, se escucha un canto agudo, insistente, que no proviene de un instrumento ni de un efecto especial: es un ave real del Caribe colombiano.

En contexto: Ya puede ver Cien años de soledad: conozca el elenco de la nueva serie de Netflix

Ese sonido —como muchos otros que atraviesan la serie— no es casual. Fue grabado en campo por el biólogo Diego Calderón Franco, quien durante casi una semana recorrió bosques, ciénagas y desiertos en busca de más de 90 especies que le dieran sonido al universo ficticio de Macondo.

Su trabajo, desarrollado junto al equipo de la post-productora La Tina, la agencia creativa WhereNext y el sonidista Sebastián Martínez, no solo aporta realismo a la historia: traduce el imaginario literario al lenguaje de la biodiversidad.

En EL COLOMBIANO hablamos con él sobre el rigor científico detrás de la creación sonora, los dilemas éticos del oficio y los momentos en que la naturaleza, como la literatura del nobel, roza lo mágico.

¿Cómo fue el primer acercamiento al proyecto? ¿Qué pensó cuando lo invitaron a mostrar Cien años de soledad a través del canto de las aves?

“Fue muy especial, y siempre digo que me quito el sombrero ante Netflix y Dínamo —que fue la productora de la serie en Colombia— porque es la primera vez que una producción de ese nivel se toma el trabajo, el tiempo, el dinero y la energía de incluir con rigor los sonidos de la naturaleza del lugar donde ocurre la historia. Eso no tiene precedentes.

El acercamiento se dio cuando ya la serie estaba grabada. Fue entonces cuando entró La Tina, la empresa encargada de la postproducción de sonido. Ellos visitaron el set en Alvarado, Tolima, y al ver los episodios, concluyeron que necesitaban grabar una serie de sonidos adicionales —naturaleza, viento, quebradas, pájaros, entre otros— para reforzar la ambientación del Caribe colombiano, que es donde supuestamente ocurre la historia.

Uno de los directivos de La Tina recordó un documental sobre aves del Caribe que habíamos hecho con WhereNext, llamado The Birders. Nos contactaron para ver si teníamos una biblioteca de sonidos que pudiéramos compartirles, pero como ese documental se grabó “en caliente”, no teníamos archivos de audio limpios. Entonces nos preguntaron si podíamos crear una biblioteca sonora exclusiva para la serie. WhereNext aceptó el reto y me contrataron a mí —como ornitólogo y sonidista— y a Sebastián Martínez, un sonidista profesional. Nos fuimos al campo con la tarea de encontrar los sonidos de Macondo.

Desde el principio me pareció increíble que Netflix estuviera dispuesto a hacer esto de forma tan rigurosa. Y además fue un reto técnico y creativo muy interesante, porque aunque llevo grabando cantos de aves desde que comencé mi carrera en biología, esto era algo completamente distinto. No se trataba de hacer ciencia ni turismo de observación de aves, que es el campo en el que trabajo, sino de imaginar un paisaje sonoro para un lugar ficticio”.

¿Qué tipo de instrucciones le dieron al inicio para construir ese universo sonoro? ¿Qué tan clara estaba la visión de Macondo desde lo auditivo?

“Teníamos que asumir un enfoque científico y riguroso para decidir qué era Macondo desde lo ecológico, pero al mismo tiempo teníamos libertad creativa porque Gabo deja abierta esa posibilidad. Él da a entender que Macondo está en el Caribe colombiano, pero cada lector se imagina un lugar distinto: puede ser Aracataca, La Guajira, Santa Marta, la Ciénaga o cualquier otro rincón del Caribe.

La respuesta emocional del público ha sido muy linda: muchas personas nos han escrito diciendo que escucharon en la serie los mismos cantos de aves que recuerdan del patio de sus abuelas en Sincelejo, en Valledupar, o en Manaure. Eso quiere decir que logramos representar no un lugar exacto, sino una memoria colectiva del Caribe”.

El canto del sinfín (<i>Tapera naevia</i>) está presente en la producción de Netflix. FOTO Johnnier Arango
El canto del sinfín (Tapera naevia) está presente en la producción de Netflix. FOTO Johnnier Arango

¿Cómo fue el diseño de la ruta de grabación? ¿En qué ecosistemas trabajaron?

“Tuvimos que planear una ruta que en solo cuatro o cinco días nos permitiera capturar la mayor cantidad de sonidos de diferentes ecosistemas caribeños: zonas desérticas, bosques secos, ciénagas, selvas húmedas y un poco de bosque montano, porque en la serie hay escenas en las que los personajes cruzan montañas. Fue un trabajo muy exigente, porque el tiempo era corto y no podíamos perderlo en largos desplazamientos. Además, firmamos un acuerdo de confidencialidad con Netflix, así que no puedo decir exactamente dónde grabamos. Solo puedo decir que fue en Macondo... o mejor dicho, el Macondo que cada quien ha creado para sí mismo en el Caribe colombiano”.

Colombia es el país con más especies de aves en el mundo, ¿cómo seleccionaron solo 94 para recrear un universo como el de García Márquez? ¿Cuáles criterios biológicos y ecológicos tuvieron en cuenta?

“Primero hay que aclarar que las 94 especies no son las que suenan en la serie como tal, sino las que grabamos en nuestra expedición. En la postproducción se usaron muchas, pero no todas, y algunas pueden haber sido reemplazadas por otras de archivo.

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Nuestro criterio fue 100 % geográfico y ecológico: todas las especies debían ser propias del Caribe colombiano. No queríamos incluir aves andinas, amazónicas o del Chocó, y mucho menos especies extranjeras, como ocurre a veces en producciones que usan sonidos de librerías genéricas. Aquí todo lo que se oye en términos de fauna es auténtico y tiene coherencia con el paisaje natural de Macondo”.

Ejemplar de Perdiz (<i>Colinus cristatus</i>), uno de los cantos usados en la serie de Netflix que recrea la obra cumbre de Gárcía Márquez. FOTO Rodrigo Gaviria Obregón
Ejemplar de Perdiz (Colinus cristatus), uno de los cantos usados en la serie de Netflix que recrea la obra cumbre de Gárcía Márquez. FOTO Rodrigo Gaviria Obregón

Hay una parte muy poderosa en la serie y es que ciertas aves se asocian con personajes: la oropéndola (Psarocolius decumanus) con Melquíades o el bichofué (Pitangus sulphuratus) con la vida cotidiana. ¿Cómo fue ese proceso de traducción simbólica desde el conocimiento ornitológico?

“Queríamos que los sonidos de las aves evocaran recuerdos reales. Por ejemplo, el bichofué es una especie que no necesita un hábitat prístino ni un bosque hermoso para subsistir, vive en rastrojos, parques, fincas, rancherías. Es un pájaro ruidoso, muy común en el Caribe colombiano. Por eso los diseñadores sonoros de La Tina lo usaron como un sonido cotidiano, que remite a la casa de la familia Buendía, a la vida doméstica, a lo que uno escucha en una finca o una casa costeña. Es un ave que seguramente todos han oído.

Asimismo descubrí algo muy especial viendo la serie como espectador. Cada vez que José Arcadio se enloquece con sus inventos y su alquimia, suena de fondo la perdiz (Colinus cristatus) que es un pájaro mediano, de notas gruesas, que se mueve por el suelo. Me imagino que los diseñadores sonoros decidieron usarlo como leitmotiv para representar la obsesión de ese personaje”.

Recorrió el Caribe colombiano buscando sonidos “limpios”. ¿Qué tan difícil fue encontrar entornos sin contaminación sonora humana?

“Fue muy difícil. Uno cree que está en una vereda tranquila, en un parque nacional, pero siempre hay alguien con una radio encendida, una motosierra, una guadaña. Y Cien años de soledad está ambientada entre mediados del siglo XIX y mediados del siglo XX, o sea no puede sonar una emisora al fondo, ni un avión. Tuvimos apenas tres o cuatro días reales de grabación, así que fue muy exigente.

Además, pasaban avionetas constantemente. Grabábamos algo hermoso y, justo en ese momento, pasaba un avión. Algunos de esos sonidos se podían limpiar en el estudio —en La Tina son expertos en eso—, pero otros no.

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También hubo momentos opuestos: necesitábamos sonidos de aves enjauladas, porque en el libro se menciona que Macondo, con el tiempo, se llena de jaulas y cantos de pájaros. Es una práctica muy común en el Caribe. Y aunque personalmente no estoy de acuerdo con eso, fue un hallazgo importante para el realismo de la serie y no voy aquí a satanizarlo. Llegamos a una casa donde tenían decenas de aves enjauladas para la venta. Pedimos bajar la música, que no hablaran, y grabamos. Es un dilema ético, sí, pero para este trabajo, contar con esos sonidos fue clave”.

¿Cómo fue el proceso técnico detrás del registro y la clasificación de los sonidos?

“Grabamos principalmente al amanecer y al final de la tarde, que son las mejores horas para registrar aves. Durante el ‘coro del amanecer’ —entre las 5:30 y las 7:00 de la mañana— las aves cantan distinto: es un canto más melódico, más suave, como si se estuvieran despertando y comunicando entre ellas. En la tarde, cuando baja la temperatura, de igual forma aumenta su actividad vocal.

Teníamos grabadoras y micrófonos de última generación: micrófonos direccionales (shotgun), micrófonos parabólicos para aislar sonidos específicos, y grabadoras de amplio espectro que dejábamos ocultas en el camino. Íbamos a trabajar, y cuando volvíamos, recogíamos grabaciones en las que, a veces, habían pasado aves o monos muy cerca del micrófono.

El canto del bichofué (<i>Pitangus sulphuratus</i>) es el canto con el que se asocial la vida cotidiana en la serie <i>Cien años de soledad</i>. FOTO Memo Gómez
El canto del bichofué (Pitangus sulphuratus) es el canto con el que se asocial la vida cotidiana en la serie Cien años de soledad. FOTO Memo Gómez

Luego vino la parte de organizar todo. No podía entregar una carpeta con mil archivos sueltos. Primero limpié el material, descarté lo que no tenía calidad óptima, y quedaron 580 cortes que conforman la biblioteca. Cada corte tenía etiquetas: tipo de sonido (ave, mamífero, ambiente, finca, viento, etc.), especie, hábitat, momento del día en que se podía usar, si era urbano o silvestre, si era propio de tierras altas o bajas. Así, cuando en postproducción buscaban, por ejemplo, un ave nocturna para una escena dentro del pueblo, podían filtrar y encontrar justo lo que necesitaban.

Ese proceso tomó casi una semana adicional. Pero hace parte del rigor científico que se quiso mantener. Eso sí, hay que entender que esto no era un documental: es puro realismo mágico. Así que, en algunos casos, usaron cantos de aves diurnas en escenas nocturnas, o sonidos de especies que no grabé yo y que provenían de otras regiones del país. No es un error: es una licencia creativa. Esto era arte y Gabo lo permite”.

Mencionó monos, además de aves, grabaron otros animales y sonidos de fincas. ¿Por qué era importante incluir todos estos elementos en el paisaje sonoro narrativo?

“Porque un pueblo como Macondo no suena solo a pájaros. La vida rural es una mezcla de sonidos naturales y humanos: ladridos de perros, relinchos, balidos, ranas, grillos, insectos, hasta un gecko —que ni siquiera es nativo de Colombia— forma parte del paisaje sonoro del Caribe.

La vida es una cacofonía. Si ponés solo aves, queda irreal. Por eso grabamos gallinas, cerdos, caballos, gatos, cabras, ranas, cigarras... hasta hormigas. Sí, grabamos un camino de hormigas arrieras cargando hojas. El micrófono captó el sonido del movimiento de sus patas. Ese tipo de detalles —que casi nadie nota— le dan profundidad y naturalismo a una producción”.

Usted ha trabajado en regiones antes marcadas por el conflicto armado. ¿Qué significó volver a esos territorios desde el arte y la ciencia, para grabar sonidos que hoy viajan al mundo entero?

“Fue una oportunidad muy bonita. Sentí que esta serie nos daba una ventana para mostrarle al mundo la Colombia real. Por un lado, los colombianos se sienten identificados con los sonidos que escuchan. Y por otro lado, los extranjeros están oyendo aves reales del Caribe colombiano, lo cual demuestra que estas regiones —tras años de conflicto— hoy están abiertas al turismo, a la vida, a la ciencia y al arte.

Es la misma lógica detrás de The Birders, el documental por el que La Tina nos conoció. En esa película, mi co-protagonista es un gringo con el que viajamos a la Serranía del Perijá, donde yo había estado secuestrado 15 años atrás. Su presencia allá simbolizaba que Colombia había cambiado. Con Cien años de soledad pasa algo similar: mostramos que esas zonas antes vedadas hoy son lugares vivos, seguros, con gente que puede trabajar dignamente desde lo local. Que los sonidos de las aves contribuyan a esa narrativa es algo que me llena de orgullo”.

¿Hubo algún momento que le pareciera “macondiano” durante el trabajo de campo?

“¡Muchos! Observar aves está lleno de momentos macondianos. Uno muy especial fue con las oropéndolas (Psarocolius decumanus) que eran fundamentales porque representan a Melquíades. Durante varios días las buscamos sin éxito. Para grabarlas bien, se necesita estar en una colonia, que es donde son más vocales. Yo ya estaba resignado a no encontrarlas.

Un día Sebastián, el sonidista, se fue por una carretera con el conductor y yo por otra. Caminé solo por un bosque seco hermoso, grabando barranqueros (Momotus subrufescens), jacamares (Galbula ruficauda), colibríes (Trochilidae) y de pronto escuché una oropéndola, luego otra, y otra. Seguí el sonido y, sin darme cuenta, estaba debajo de un árbol gigantesco, una leguminosa, con al menos 15 o 20 oropéndolas cantando. Ese lugar lo conocía bien, porque suelo llevar turistas allí a ver pájaros, pero nunca había visto esa colonia. Fue como si me hubieran estado esperando. Un regalo.

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Otro momento fue con la perdiz (Colinus cristatus), que luego terminó siendo el leitmotiv de José Arcadio en sus momentos de locura. En los últimos días de grabación, logré atraer una perdiz silbándole su canto. Ella respondió, se subió a una ramita y empezó a cantar a todo pulmón, a solo cuatro o cinco metros de mí. En 25 años como pajarero, nunca la había visto tan bien ni tan cerca. Después, al ver la serie, escuché ese mismo canto acompañando las escenas del laboratorio de José Arcadio. Fue conmovedor”.

¿Es posible escoger una sola especie que sintetice el espíritu de Cien años de soledad?

“No podría escoger solo una. Es como cuando a uno le preguntan cuál es su ave favorita: no hay respuesta. Cada especie que usamos en la serie representa un momento del día, de la historia, del relato.

Por ejemplo, el sinfín (Tapera naevia), que levanta la cresta al cantar; el bichofué (Pitangus sulphuratus), que invade patios y ciudades; o el carpintero (Melanerpes rubricapillus), que suena en escenas donde Úrsula impone orden... Todos tienen su papel. Cien años de soledad es demasiado rico, variado, florido, como para condensarse en un solo canto”.

¿Cuál es el estado de conservación de las especies que grabaron? ¿Está en riesgo la “avifauna de Macondo”?

“De las especies que grabamos, solo una es endémica de Colombia: la guacharaca (Ortalis garrula). Las demás tienen distribución amplia en el norte de Suramérica, compartida con Venezuela, Panamá y otras regiones del Caribe. En general, su estado de conservación es estable, pero eso no significa que no haya amenazas. En zonas específicas del Caribe, como el bosque seco o la Sierra Nevada de Santa Marta, sí hay problemas de pérdida de hábitat. Pero el conjunto de especies usadas en la serie está bien. Es importante decirlo: Macondo suena bien y está vivo”.

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