Javier tenía 59 años cuando falleció, 57 cuando le diagnosticaron cáncer de piel. Su historia me la contó su hija, María Camila, quien desde un primer momento fue enfática en los hábitos saludables que su papá llevó a lo largo de su vida, y del carácter fuerte y valiente que lo acompañó hasta el día de su muerte. Durante la juventud, Javier estuvo expuesto al sol, entre otras cosas porque practicaba tenis al mediodía. Esto le causó algunos problemas de piel y un primer diagnóstico de un carcinoma basocelular, un tipo de cáncer que aunque puede ser agresivo a nivel local, no se esparce como otros. Desde entonces, tenía un cuidado más consciente de su piel y visitaba al dermatólogo.
Pero fue una noche, mientras cenaban en familia, que Javier sintió una molestia en el lóbulo de la oreja, una bolita diferente a los granitos que normalmente le salían en la cara, “como una lenteja oscura”, dice María Camila. Como no se parecía a nada de lo que antes se había manifestado en sus problemas de piel, su familia y amigos le sugirieron consultarlo y finalmente la dermatóloga decidió remover la bolita. Después de algunos estudios, se concluyó que la lesión era un melanoma invasor con un nivel de profundidad de cuatro milímetros.
En adelante se vendrían chequeos constantes para mantener el control sobre posibles células tumorales en otros lugares. Fueron dos años de estrés, de sentirse rodeado por las posibilidades y la incertidumbre. También fueron dos años de no sentir molestias físicas ni percibir esa presencia invisible de la enfermedad, lo que a su vez lo llevaba a preguntarse cuándo empezaría a doler, cómo sería, qué pasaría después. El cáncer es como un fantasma, que se manifiesta solo cuando quiere, y logra asustarnos como puede.
Después de esperar...
Al cabo de dos años, Javier se sintió un ganglio inflamado cerca al lugar donde había tenido la primera lesión. Después de una biopsia y varios exámenes para determinar el daño de las células malignas, y para tomar decisiones sobre extraer los ganglios cercanos a esta zona, los médicos se encontraron con la sorpresa de que el cáncer se había esparcido más de lo que sospechaban. Había logrado engañar las primera pruebas y pasar desapercibido en los chequeos que se había realizado sólo quince días antes.
Las opciones no eran muchas, ni muy alentadoras. Inició su tratamiento en un programa experimental del Hospital Pablo Tobón Uribe. “Aquí —dice su hija— es donde empieza realmente todo”.
Los primeros seis meses después del diagnóstico, Javier no sufrió los efectos adversos de la quimioterapia y su salud física se mantuvo estable. Sin embargo, fueron seis meses de esa lucha que se da desde el ser, una consigo mismo para aceptar un horizonte más incierto, más intangible. Pensar en la muerte es en sí misma una lucha contra la enfermedad, una lucha contra la propia finitud. Luego de esos seis meses, la quimioterapia no funcionó como se esperaba y el cáncer logró esparcirse por todo el cuerpo y hubo que extraer algunas metástasis de la cabeza, no con la esperanza de curarlo, sino de aliviarle los dolores que le provocaban.
María Camila hace una pausa en la historia médica de su papá, para contarme lo mucho que la marcó la actitud que él tomó frente a lo que vino después. Algunas veces, aunque el pronóstico estaba claro y era casi una sentencia, Javier se levantaba con ganas de seguir luchando, de seguir viviendo y seguir recorriendo el camino. Se mantuvo fuerte y decidido a ponerle la mejor cara a su enfermedad, y se encontró navegando en esas aguas turbulentas acompañado de las personas que lo respetaban y apreciaban, porque eso, cuenta María Camila, fue una de las muchas cosas que su papá cultivó: un cariño que se manifestaba en todos los que lo rodeaban.
La compañía
Fueron muchos los mensajes y las visitas que durante su tratamiento lo hicieron sentir amado y acompañado. Y también fueron muchas las conversaciones que tuvo con su familia, sobre el cielo, sobre los pájaros y las estrellas y las cosas que antes parecían simples, pero que ahora cobraban un sentido diferente porque al compartirse se hacían más bellas. En los últimos meses de 2014, cuando tenían que hospitalizarse una y otra vez en el Pablo Tobón, María Camila salía de la universidad y se iba derecho a visitarlo, caminaban por los corredores del hospital para hacer los ejercicios que el fisioterapeuta le mandaba y miraban las lucecitas de Navidad. Estas caminatas son un tesoro que María Camila conserva en su memoria.
A pesar de los esfuerzos, suyos y del personal médico, no fue posible ganarle la pelea al cáncer. María Camila cuenta que su papá despertaba un cariño extraordinario en los médicos que lo trataban, y fue con ese mismo cariño que un día, cuando ya los dolores eran tan fuertes que la morfina lo mantenía medio dormido, uno de los médicos entró a su habitación y le dijo: “No pudimos, Javier, no pudimos”.
Son muchos los recuerdos, muchos los momentos dolorosos, pero también los bonitos, los que a través del sufrimiento hacen más fuertes los lazos y dejan grabadas en el corazón unas sonrisas que son indelebles. Dicen que la enfermedad es como una vida dentro de otra vida, porque se aprender a vivir de nuevo, se vive de una forma que antes no se creía posible.
María Camila concluye la historia de su papá diciendo que el cáncer es una de esas cosas que todos conocemos, pero que consideramos ajena, que siempre les pasa a otros, que nunca nos va a tocar. Dice que no hay forma de expresar lo que se vive a través del cáncer de un ser querido, que las palabras quimioterapia, radioterapia, caída del pelo, no significan nada, porque no son nada.
El melanoma es el tercer caso de cáncer de piel más común y uno de los que más muertes cobra. Si no se detecta a tiempo puede producir metástasis, por eso es importante consultar cualquier cambio o lesión en la piel y visitar a un dermatólogo con regularidad.
3
tipos de cáncer de piel más frecuentes: carcinomas basocelular y espinocelular, y melanoma.