Hoy estamos formando nuestras familias en una sociedad de consumo que por todos los medios nos alienta a comprar, hacer y tener más que los demás. Y por eso vivimos rodeados de toda suerte de cosas, diversiones y celebraciones... pero sobrecargados de obligaciones, deudas y angustias.
En efecto, una de las principales metas que tenemos los padres es darle a los hijos la mejor educación posible para que, no solo puedan “ganarse la vida,” sino para que logren tener mucho dinero, prestigio y poder. Sin embargo, nuestro papel fundamental es formar a los niños para que se conviertan en personas productivas y caritativas de manera que contribuyan a que la vida sea mejor para todos.
No hay duda de que, gracias a la influencia de la cultura consumista, hoy no son los principios y valores fundamentales los que rigen nuestra vida y la formación de nuestros hijos. Ahora es, a menudo, nuestra ambición por tener fama y poder la que nos animan a trabajar incansablemente con el fin de ser más importantes, ricos o poderosos que los demás.
Así, el reto que enfrentamos hoy los padres de familia es enorme porque ya no es suficiente preparar a los hijos para que tengan una profesión que les permita “ganarse la vida”. Ahora nuestro gran desafío es además ético: formar a las nuevas generaciones para que tengan una conciencia inquebrantable, una conducta impecable y un corazón bondadoso de manera que se interesen más en lo que pueden contribuir que en lo que pueden ganar. Es decir, que no se dediquen ante todo a trabajar para llenarse los bolsillos de dinero, sino a hacer el bien para que se llenen el corazón de profundas satisfacciones. Y que así se conviertan en personas admirables, no por llegar a ser ricos o poderosos sino por lo que le pueden aportar a su familia, a la sociedad y al mundo en general.
La vida es corta y si permitimos que se nos vaya trabajando mucho para tener más, comprar más y consumir más, corremos el peligro de perder lo fundamental: un hogar feliz en el que estamos unidos por el amor y no tan solo por el WiFi.