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En las urnas, herramienta fundamental de la democracia, el presidente Vladimir Putin logró que el pueblo ruso validara su intención de perpetuarse en el poder y aprobara una reforma que mina aspectos clave de la Carta Magna del país, relacionados con el orden constitucional, los derechos y las libertades ciudadanas.
Como toda votación en este tipo de sociedades, la respuesta fue masiva, 77,92 % de votos a favor del mandato del gobernante y su equipo. Sin embargo, el ejercicio fue señalado, dentro y fuera del país, como amañado, tendencioso, inducido, con gabelas y premios; presión sobre los empleados del Estado y sin opciones de maniobra para la oposición por la crisis de la covid-19, los controles del régimen y el bloqueo de los medios de comunicación, todos alineados en el plan oficial.
La reforma que garantiza a Putin la posibilidad de postularse en 2024 para dos nuevos periodos hasta 2036, cuando cumpla 82 años, no es de fachada, introduce profundos cambios en la institucionalidad del país, al punto que dota al presidente de poder de decisión sobre las demás ramas del poder, el trabajo de los tribunales y fiscales, incidencia en la elección de los jueces y da prevalencia a la ley rusa frente a las normas internacionales.
También reivindica viejas tradiciones rusas, consagra la fe del pueblo en Dios, promueve la unión Iglesia-Estado, solo permite el matrimonio heterosexual, “unión entre un hombre y una mujer” y da prioridad a la educación patriótica para los jóvenes.
Con la enmienda, en esto coincide buena parte de la crítica mundial, Rusia da un salto a su pasado zarista y comunista, caracterizados por regímenes y personajes todopoderosos sobre el aparato estatal, la sociedad, libertades, bienes y la vida de las personas.
También debe entenderse que el pueblo ruso, marcado por un obsesivo e histórico culto a la personalidad, encuentra en el antiguo agente de la KGB, hoy uno de los hombres más poderosos del mundo, un gran líder y estadista. Putin lideró los cambios que sacaron al país del estado de postración y miseria en que quedó tras el abrupto tránsito del modelo comunismo a la economía de mercado, convirtió a Rusia en protagonista en el nuevo orden de la geopolítica global, fue quien se anexó la península ucraniana de Crimea (en 2014), se convirtió en personaje de primera línea en los asuntos con Irán, Corea del Norte, el terrorismo sirio e incluso es señalado por su capacidad de interferir en la elección de presidentes en distintos hemisferios.
No hay duda de que Putin, hoy al frente de un gran movimiento conservador y nacionalista, sabe a qué juega y cuál es el valor del mensaje que envía al mundo con su reforma. Dirá si aspira o no al mando en 2024 o elige quién sea su remplazo dentro de su séquito, bajo su total dominio, para tranquilidad del aparato de poder que ha construido en sus 20 años de mandato, con control absoluto sobre la economía, la política, la cultura y demás activos de su nación.
Pero si bien tranquiliza a los suyos, también abre una enorme brecha dentro del país al concentrar el poder en un clan, sin opciones de participación de la sociedad civil y desconexión con las nuevas generaciones rusas, enlazadas con la globalización y protagonistas de las multitudinarias concentraciones de 2011 en el país, reclamando por unos comicios que consideraron fraudulentos, protestas que fueron duramente reprimidas y que esta vez se expresó, en buena parte, con la no asistencia a las urnas o el rechazo al sí.