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La crudeza de la escena y de los testimonios de los sobrevivientes, entonces, dejó estupefacto a todo el país. El sentimiento de dolor y frustración de los familiares, hoy, al ver cómo la impunidad sepulta tanta inclemencia y brutalidad, es sobrecogedor. Mañana se cumplen 30 años de una de las matanzas urbanas más bárbaras que haya sufrido Colombia durante la guerra que los carteles mafiosos le declararon al Estado y la sociedad, y que dejó miles de víctimas mortales y familias heridas para la posteridad.
Al bar Oporto, que era lugar de reunión de universitarios y otros grupos de gente joven, a la medianoche del 23 de junio de 1990 entró un comando armado que sacó a los asistentes y en los parqueaderos disparó de manera selectiva e inclemente contra los hombres que concurrían.
Esa matanza dejó muertos en vida a varios sobrevivientes, dos de los cuales han fallecido por males de salud que sus familias asocian con la depresión y la tristeza. Tanto para sus parientes, como para el alcalde de entonces, Ómar Flórez Vélez, lo más doloroso ha sido asistir a la inacción judicial contra los autores materiales e intelectuales.
Nuestro editorial del martes 26 de junio de 1990, con ocasión de la masacre de la taberna Oporto, en la que fueron asesinados 23 jóvenes, en zona semirrural del municipio de Envigado, hablaba de aquellos días aciagos: “Medellín es una ciudad cercada por el miedo, por el horror y por la muerte. (...) Las masacres contra la población civil comenzaron en las comunas populares. (...) Hoy solo basta residir en el Valle de Aburrá para sentirse víctima de mil amenazas”.
Oporto fue el punto culmen de una cadena de asesinatos colectivos que comenzaron en las laderas Nororiental y Noroccidental, y que pronto se extendieron al Centro de Medellín y al resto del área metropolitana. Aterrador.
Aunque el exalcalde Flórez Vélez señala a Pablo Escobar como autor, en esa época hubo varias matanzas en Medellín en las que se comprobó la participación de agentes de organismos de seguridad del Estado. El desaparecido DAS le envió un informe a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en el que sindicó a miembros del desmontado Departamento de Orden Ciudadano (DOC) de Envigado, permeado por el cartel de Medellín y funcional en algunos de sus delitos, de ser el autor de la masacre de Oporto.
Si bien Envigado era entonces territorio de numerosos retenes policiales y militares, aquella noche no se dieron capturas. Para la Fiscalía, que se creó tiempo después, el caso de “la masacre más terrible ocurrida en el Valle de Aburrá” quedó en indagaciones preliminares.
Se trata de una época que permite entender la capacidad de resiliencia que tuvo Medellín para asimilar y superar esas violencias urbanas que marcaron los años noventa, y que retrata episodios de los que cabe hacer memoria para exigir que no queden en el olvido, y reconocer el valor de las víctimas, e impedir que se reediten tiempos de tanto desprecio por la vida humana y la convivencia social.
Estas líneas son también para reconocer a quienes han sobrevivido, a veces en el olvido ciudadano, mordiendo a solas tanto dolor, indignación y frustración al ver que el Estado fue incapaz de esclarecer y condenar a los responsables de esas muertes y esa destrucción. Ellos, además, inspiran un país que es capaz de hacer memoria, sanar y fortalecer las instituciones y la justicia.