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Editorial

Las preguntas

del Presidente

¿Qué tal Presidente si también le pregunta al Fiscal que ha pasado con las investigaciones sobre el alcalde Daniel Quintero?
Publicado

Se ha hablado mucho de la tremenda estrellada en la cúpula del Estado entre el presidente Gustavo Petro y el fiscal general Francisco Barbosa. Sin duda es un tema que amerita toda la atención del país.

Petro escribió el martes un trino en el que apura a la Fiscalía para que investigue “denuncias del periodista Guillén sobre centenares de homicidios y desaparición de ciudadanos por el Clan del Golfo” y acusó a la Fiscalía de “negarse a actuar”. El fiscal Barbosa le devolvió el golpe diciéndole “tuitero de oposición”, y añadió que Petro no es el fiscal: “El fiscal soy yo”. El presidente le replicó haciendo énfasis en que no evadiera la pregunta: “El fiscal olvida una cosa que la Constitución le ordena: yo soy el jefe del Estado, por tanto, el jefe de él”. Barbosa también subió el tono y lo llamó “dictador” por “atentar contra la autonomía e independencia de la Fiscalía y de la rama”.

Al final, la Corte Suprema sacó un comunicado lleno de aplomo en el que le dice al presidente que está interpretando mal la Constitución, que la rama judicial es autónoma e independiente. Y en vista de que hasta los petristas le dijeron que se le había ido la mano con ese falso silogismo, el Jefe de Estado rectificó ayer. Pero, para no perder por completo en el rifirrafe se dedicó a insistir en que el Fiscal tenía que responder las preguntas que él le hacía. Incluso, citó el artículo 251 de la Constitución según el cual “El Fiscal tiene la función especial de enviar informes que le pida el Presidente en casos que vulneren el orden público”.

Como de toda crisis hay que sacar lo mejor, y aprovechando el interés del presidente Petro de exigir que se investiguen los hechos que afectan profundamente al país, se nos ocurre una idea: ¿Qué tal Presidente si le pregunta al Fiscal qué ha pasado con las investigaciones sobre el alcalde Daniel Quintero?

Ya van tres años y medio de administración del alcalde y de gestión del Fiscal y a pesar de las decenas de denuncias desde Medellín poco o nada ha pasado.

Le puede preguntar, por ejemplo, si ¿acaso la Fiscalía ha investigado el hecho de que en 2018, el hoy alcalde Daniel Quintero declaró ingresos por $18 millones y en 2021 muestra en su declaración de renta un incremento en el patrimonio a $1.298 millones e ingresos brutos de $378 millones que no corresponde a la suma de los salarios? Esa es apenas una de las denuncias en que las cuentas no cuadran.

También le puede preguntar señor Presidente ¿si de pronto ha abierto alguna investigación a ver de dónde sacó 1.600 millones de pesos la mano derecha de Daniel Quintero, Esteban Restrepo, para comprar un apartamento en un lujoso condominio en Medellín y para andar en camionetas de alta gama a pesar de que como secretario de gobierno –trabajo que dejó hace ya más de un año– ganaba unos 16 millones de pesos mensuales? Al menos estas cifras tampoco cuadran.

¿O que si el Fiscal ya averiguó, Presidente, cómo fue que el hermano del alcalde, Miguel Quintero, logró acumular propiedades por más de $5.000 millones? ¿O qué si algo pasó al fin con la investigación que sí abrió sobre presuntas coimas que Miguel Quintero cobró, incluida la del lote de Carabineros con la cual se pensaban ganar más de 30.000 millones de pesos?

¿O si ha investigado al menos un pitico de los 117 contratos que entregó a dedo Telemedellín, buena parte de ellos suscritos con medios de comunicación en la web, aparentemente de fachada, pues estaban inactivos?

Dígale Presidente por favor que si ¿tal vez no ameritaba una investigación al contratar la chatarrización de 50.000 vehículos a $98 por kilogramo cuando su valor comercial llega hasta $1.800?

¿O si está investigando todo lo que tiene que ver con el contrato de obras finales de Hidroituango, que como se demostró en su momento, se acomodó a petición de un consorcio interesado, razón por la cual lo declararon desierto?

Sobre todas esas preguntas hay indicios documentales o testimoniales que han publicado diversos medios, veedurías o en debates en el Concejo. Si a bien tiene, señor presidente, en nombre de una buena parte de los habitantes de Medellín podría decirle al Fiscal que nadie está pidiendo que se condene sin la debida investigación. ¡Pero que al menos, por favor, investiguen!

Eso por ahora, señor Presidente. Después, tal vez, cuando se resuelva este primer cuestionario también podría preguntarle, si no abusamos de su paciencia, por otros casos que podrían marcar un antes y un después en la investigación de la Fiscalía por la cantidad de cientos de miles de millones que según las denuncias podrían estar en juego. Qué si le han puesto la lupa, por ejemplo, a las denuncias sobre el entramado detrás de Afinia o del Hospital General, o si ha tenido oportunidad de echarle un ojo a las denuncias que le han hecho en su despacho por una escandalosa ‘mordida’ que presuntamente se entregó por un contrato de EPM de compra de gas?

Presidente, como bien usted lo dijo, “el Estado no puede cruzarse de brazos ante las denuncias tan graves”. .

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El doble estándar de Petro con los jóvenes

Colombia necesita una ética pública que honre al joven que madruga, al estudiante que se esfuerza, al que respeta las normas. No podemos seguir siendo un país donde se protege al delincuente y se olvida al cumplidor.
El doble estándar de Petro con los jóvenes
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Estos días de Semana Santa, cuando el mundo católico se prepara para la crucifixión y resurrección de Jesús, se convierte en una oportunidad de reflexionar sobre los conceptos de justicia, perdón y redención. De manera particular cuando hoy, a pesar de que han pasado ya 20 siglos, aún Colombia no ha resuelto dilemas fundamentales sobre el significado de esas palabras. Y por el contrario parecen estarse trastocando significados fundamentales para una sociedad como lo que significa hacer el bien o hacer el mal.

La coyuntura que nos lleva a hablar de este dilema es la mención que hizo el presidente Gustavo Petro sobre el Tren de Aragua. Todos sabemos que se trata de una organización criminal transnacional que ha sembrado terror en Venezuela, Colombia y buena parte del continente, pero el mandatario, en lugar de condenar con firmeza sus acciones los describió como “jóvenes excluidos”.

En una lógica casi absurda, el mandatario alegó que estos jóvenes antes llevaban una vida cómoda en Venezuela —con televisión, ropa de marca y paseos dominicales por Miami—, que luego les tocó salir de su país y migrar a Colombia donde, dice Petro, son “los más excluidos”, y que por eso “respondieron con violencia”.

Como si –siguiendo la lógica de Petro– todo rico que pierde su fortuna, o cualquiera que tenga una crisis en su forma de vida, tuviera que meterse al crimen y esa fuera explicación suficiente para no cuestionarlo o incluso condenarlo. Que la solución, agrega Petro, es tratarlos con “amor, afecto”. (Nótese, de paso, que le atribuye la existencia del Tren de Aragua a un país que, como el nuestro por el contrario les ha abierto las puertas y el corazón a cerca de dos millones de venezolanos).

Esta visión condescendiente con los delincuentes no es nueva. Tras llegar al poder, Petro pidió que se liberaran judicialmente a miembros de la llamada Primera Línea —algunos con investigaciones por vandalismo, destrucción de infraestructura pública y agresiones a la fuerza pública durante el paro nacional de 2021— para convertirlos en “gestores de paz”. Esa lógica también está detrás del programa Jóvenes en Paz, que busca entregar un millón de pesos mensuales a jóvenes en riesgo de delinquir o que ya han tenido contacto con estructuras criminales.

La gran paradoja es que mientras tiende a exculpar sistemáticamente a los jóvenes que delinquen y a darles dádivas, por el contrario, el trato con los jóvenes que se comprometen sin titubeos con la legalidad y desde ahí luchan por salir adelante es todo lo contrario, no solo no ha condonado las deudas del Icetex, como alguna vez prometió, sino que el gobierno les aumentó a los estudiantes universitarios los intereses entre el 12% y el 17% anual, y redujo a menos de un cuarto los jóvenes beneficiados con los créditos para estudiar.

No se trata aquí de pedir la “crucifixión” de quienes han caído en el delito, ni de negarles su posibilidad de redención y reinserción. Queremos hacer evidente ese doble estándar corrosivo: aquellos estudiantes que optan por el camino del esfuerzo legal, ahora enfrentan una carga mayor, mientras el discurso oficial glorifica al que delinque o al que protesta con violencia.

Esa ambigüedad no puede entenderse plenamente sin considerar la historia de vida del propio Gustavo Petro. Su militancia en el M-19 —un grupo que optó por la vía armada, por fuera del Estado de derecho— no fue un accidente juvenil, sino una decisión consciente de confrontar al Estado desde la ilegalidad. Aunque años después acató la institucionalidad, esa etapa parece haber dejado en él una huella ideológica difícil de borrar: la visión del infractor como un rebelde incomprendido por la sociedad y del sistema legal como una estructura opresiva más que como garante del bien común.

En esa lógica, muchos de sus pronunciamientos recientes adquieren un cariz personal, casi de catarsis política. Como si al defender a jóvenes que hoy transitan por caminos similares a los que él recorrió décadas atrás, Petro intentara justificar no solo su presente, sino también su pasado. Su empatía hacia los miembros de la primera línea, hacia los jóvenes del Tren de Aragua, o su defensa de programas como Jóvenes en Paz podrían no nacer de una convicción de inclusión social, sino de una narrativa íntima, de una historia personal proyectada sobre la nación.

Cuando el jefe de Estado prioriza a quienes desafían las normas sobre quienes las respetan, no está reconciliando su pasado con el presente del país: está debilitando los cimientos morales de la sociedad. Y eso, a largo plazo, no redime a nadie. Solo prolonga el desencanto de los que aún creen que la legalidad puede ser un camino de dignidad y no de castigo.

Para que una democracia funcione se debe distinguir entre el que delinque y el que cumple, entre el que repara y el que reincide, entre la justicia y el clientelismo emocional.

Lo que el actual gobierno está promoviendo es una peligrosa cultura de indulgencia sin responsabilidad. Colombia necesita una ética pública que honre al joven que madruga, al estudiante que se esfuerza, al ciudadano que respeta las normas. No podemos seguir siendo un país donde se premia al que grita y se silencia al que trabaja, donde se protege al delincuente y se olvida al cumplidor.

Esta Semana Santa, más que indulgencia con los violentos, el país necesita compromiso con los justos.

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