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Los ingleses contemplan atónitos cómo Boris Johnson tiene ya un pie fuera del 10 de Downing Street, residencia y oficina principal del primer ministro, a causa del último de sus escándalos, el llamado Partygate, una serie de fiestas organizadas en plena pandemia. A la vez, asisten perplejos a la caída en desgracia del príncipe Andrés, hijo favorito de la reina Isabel, inmerso en un escabroso juicio en el que está acusado de abuso sexual a una menor.
Así las cosas, el ciudadano británico no encuentra hoy ni en la Casa de Windsor ni en Downing Street la solidez institucional esperada.
Lo de Boris Johnson era cuestión de tiempo. Catorce millones de votantes lo eligieron confiados en que con su estilo informal y gracioso los iba a conducir por el camino de un Brexit que solo les traería beneficios. Pero hasta la fecha no se han visto. Luego vino el mal manejo de la pandemia, que los convirtió en el país europeo con más muertos por covid.
Marrullas, medias verdades y un estilo que recuerda al del matoncito del barrio han sido el sello de Johnson a lo largo de su trayectoria política. Hasta que lo último que se filtró es que había convertido el despacho principal del gobierno británico en un lugar de rumba mientras el resto del país acataba las estrictas normas de confinamiento que él mismo había impuesto. Se dio a conocer, por ejemplo, que la tradición de los “viernes del vino”, instaurada durante los años de David Cameron, seguía como si nada a pesar de las medidas restrictivas. Y el alcohol pasó de llegar en una maleta a hacerlo en una nevera con capacidad para treinta y cuatro botellas.
También se supo de las seis fiestas que se organizaron entre mayo y noviembre, incluidas dos en los días previos al funeral del príncipe Felipe, esposo de la reina, por el que todo el país se encontraba de luto. Hasta ahora Johnson había evitado las consecuencias de sus desmanes y falta de escrúpulos, pero puesto en evidencia después de querer hacer ver que las fiestas eran reuniones de trabajo, tuvo que pedir disculpas ante el Parlamento y a la reina Isabel II, aunque, la verdad sea dicha, fueron solo de dientes para afuera.
Ahora el primer ministro comienza a sentir el peso de sus actos. Según un sondeo de YouGov, el 63 % de los británicos cree que debe dimitir y el 70 % duda de su honestidad. Pero la mayor amenaza viene de los propios diputados tories, que ven en peligro sus escaños y pueden votar una moción de censura. La pregunta no es si se va o no, sino cuándo. Porque una cosa es que le perdonen sus pecados en el ejercicio del poder y otra el alarde que ha hecho de sus privilegios.
Luego está el tema de la Casa Real. Desde el 2019, tras la desastrosa entrevista del duque de York en la BBC, en la que fue incapaz de mostrar arrepentimiento por su turbia relación con el millonario pedófilo Jeffrey Epstein, el apoyo entre los más jóvenes ha descendido al punto de que hoy un 41 % se siente republicano. El príncipe Andrés no podrá escabullirse y tendrá que pactar una indemnización millonaria por la demanda que ha prosperado en Estados Unidos en contra de él.
La reina sabe que las acusaciones de abuso sexual pueden erosionar la institución monárquica. De ahí la decisión de esta semana de despojar a Andrés de títulos militares, de patronatos reales o del título de Su Alteza Real y condenarlo al ostracismo absoluto. Ha dejado muy claro que el principal objetivo de la Casa de Windsor es asegurar su propia supervivencia, caiga quien caiga. Por fortuna, Isabel II mantiene una popularidad inquebrantable y tanto la ciudadanía como las instituciones se preparan para celebrar este año su jubileo de platino, los setenta años del reinado más longevo de la historia.
Las dos instituciones saben cómo asegurar su propia supervivencia porque no dudan en librarse de lo que les estorba y pasar a otra fase. Y porque saben distinguir entre lo que les sienta bien y lo que está bien