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Decíamos el pasado martes que Colombia y su gobierno deben observar con la mayor atención lo que está pasando en Chile, así como lo reciente en Ecuador. Y agregaríamos, incluso, lo de finales del mes pasado en Perú.
Ecuador, por la amplia movilización de protesta ante medidas económicas de ajuste y la opción finalmente adoptada por el Gobierno de revocar la medida de acabar con los subsidios estatales a la gasolina, lo cual encarecía los precios a los usuarios.
Perú, por la situación límite de ingobernabilidad en que la confrontación sin salida entre el poder Ejecutivo y el Congreso llevó a que la legislatura de este fuera terminada y se convocaran elecciones legislativas anticipadas.
Chile, por lo que hasta hoy es una movilización ya de carácter nacional y que desde muy pronto rebasó la protesta por el incremento de pasajes del metro de la capital, Santiago. El Gobierno de Sebastián Piñera se encontró desbordado, acudió a los militares, y en estos últimos días intenta reconducir por la vía política un gran acuerdo nacional, el control del orden público, social y económico.
La autocrítica, con petición de perdón incluida, manifestada por Piñera en alocución nacional televisada superó incluso lo que los partidos de oposición más radical esperaban. Lo paradójico es que, después de oírla y de recibir la invitación para incorporarse a las rondas para un acuerdo nacional, las fuerzas de izquierda prefirieron marginarse y concentrar sus esfuerzos en alentar las movilizaciones en la calle.
Que no supieron comprender lo que se movía detrás del descontento, y la promesa de iniciar un giro en toda la política económica y social, fue el mea culpa de Piñera, que no ha bastado para tranquilizar al país. La pregunta de si aquí podría suceder lo mismo no es simple alarmismo ni especulación caprichosa.
Las circunstancias son muy específicas de cada país, pero hay corrientes de opinión fácilmente inflamables. En Colombia, igual que en Chile, había una opinión especializada que coincidía en la versión según la cual las bases macroeconómicas eran tan firmes que sobre la estabilidad política e institucional no se vislumbraban riesgos, por lo menos inminentes.
En Colombia hay un Gobierno moderado, demócrata, pero sometido al acoso político desde varios flancos, incluso de aliados parlamentarios. La campaña permanente, diaria, de opositores es de incitación a movilizaciones sociales, a “tomar las calles” bajo cualquier pretexto. Eso ha calado en marchas como las de los movimientos estudiantiles. Las imágenes de Ecuador y Chile producen inocultable entusiasmo en políticos colombianos que quisieran aquí lo mismo.
Al ya persistente llamado a la responsabilidad de los líderes, sean políticos o de opinión, para que no exacerben los odios, se debe unir uno más fuerte, a los dirigentes y a quienes tienen responsabilidades institucionales, para que cumplan los principios y políticas del buen gobierno, de la lucha contra la corrupción, que generen y no frenen el desarrollo, que apunten a reactivar la creación de empleo y la formalización laboral. Ante todo: mejores y más eficaces políticas de igualdad y equidad social.
Una población a la que se le exigen cada vez mayores contribuciones, mientras por otro lado a grandes sectores se les dice que del Estado deben esperarlo todo sin que se les pueda pedir aportes al sostenimiento de todas esas obligaciones, unen por lado y lado motivos crecientes de inconformismo. No hay que adelantar acontecimientos ni generar pesimismo, pero sí atender señales que ni los dirigentes ni la sociedad deben ignorar.