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Hasta la hora de cierre de estas páginas, las autoridades todavía no daban con el paradero de la excongresista Aída Merlano, recientemente condenada a 15 años de prisión por diversos delitos, y fugada deslizándose por una cuerda desde un consultorio odontológico en Bogotá.
Acostumbrados a toda clase de hechos, desde los más graves hasta los más inverosímiles, desde lo carnavalesco hasta lo rocambolesco, los colombianos asisten atónitos al goteo de detalles de la fuga que dejó en evidencia toda una cadena de fallas de las entidades de gestión y vigilancia penitenciaria.
La Fiscalía y la Procuraduría dieron inicio a investigaciones que habrán de determinar no solo las imprevisiones y omisiones, sino las complicidades que, necesariamente, entraron en juego para llevar a efecto esa escena peliculera que tiene estupefacto al país: una planificación relativamente simple, casi de comedia, que deja al desnudo las grandes y graves precariedades del sistema penitenciario colombiano.
Reacia en un primer momento a referirse al tema, finalmente la ministra de Justicia, Margarita Cabello Blanco, decidió ayer, como le correspondía, asumir la ineludible gestión política del caso y de sus consecuencias y pidió la renuncia al director del Inpec, mayor general William Ruiz Garzón, y de la directora y subdirectora de la cárcel del Buen Pastor de la capital.
Desde hace años los directores del Inpec son oficiales de alta graduación de la Policía Nacional, que son destinados ahí en comisión de servicio. Han pensado los gobiernos que es la única forma de garantizar cierto orden y eficacia en el sistema penitenciario. El cargo es un verdadero “quemadero” de carreras y por muchas cabezas que ruedan de la cúpula, que han sido muchas, la gestión de las prisiones en el país sigue siendo inmanejable. La coyuntura de este caso cobra otro director pero los problemas siguen intactos, más los que se incuban día a día en cada uno de los abarrotados centros penitenciarios por todo el país.
Por lo pronto, y por referirnos solo a una de las tantas veces denunciadas irregularidades, el régimen especial, sea normativo o sea de hecho, del que se benefician ciertos presos, en particular políticos: pabellones especiales, relajamiento del régimen penitenciario, gabelas otorgadas por poder aun vigente o por corrupción.
Casi todos estos políticos presos conservan sus estructuras de poder. Sus herederos o ahijados siguen operando en el Congreso o en otros cargos de elección popular. Y así la justicia castigue los delitos que en remotos casos les pueden ser probados, los tentáculos de su influencia siguen funcionando.
Los medios de comunicación han revelado, por ejemplo, los permisos de los que se benefician estos personajes, algunos con salidas constantes a “citas médicas” o “tratamientos odontológicos” que se extienden jornadas enteras. Hay una discriminación patente frente a otros reclusos.
La burla a todo el sistema que hizo la exparlamentaria debe llevar a correctivos inmediatos pero, sobre todo, a abordar de una buena vez la reestructuración de la política penitenciaria, mencionada siempre por los candidatos presidenciales pero a renglón seguido soslayada por los que están al mando. Abundan en las hemerotecas de las últimas décadas las promesas de presidentes y ministros de Justicia, tanto como escasean los resultados concretos.