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La conmemoración de los 25 años del asesinato de Álvaro Gómez Hurtado, este pasado lunes, estuvo precedida por el anuncio de hace un mes por parte de los dirigentes de las Farc, según el cual fue esa guerrilla la que ordenó y ejecutó el crimen el 2 de noviembre de 1995, en una de las puertas de la Universidad Sergio Arboleda, en Bogotá, momentos en que Gómez Hurtado salía de dar su cátedra de Historia Política y de las ideas en Colombia. Su asistente, José Huertas Hastamorir, también fue asesinado.
La confesión de las Farc y de algunos de sus cabecillas no fue el punto final a una incertidumbre de un cuarto de siglo. La sola confesión no disipa las enormes dudas ni es prueba suficiente para aclarar un crimen que realmente estremeció al país en lo más profundo, aunque, por otra parte, tampoco sea un reconocimiento que deba descartarse sin más. Por otra parte, que quien ha dicho que dirigió el comando que habría ejecutado la orden de asesinato sea hoy senador de la República por designación directa, añade una sensación de impunidad y repudio moral que se suman a la desolación que generan los repetidos errores y omisiones de la justicia, en este y en tantos otros casos impunes.
Álvaro Gómez fue político toda su vida, pero también, y ante todo, un humanista, un intelectual de muchos quilates, un ideólogo, periodista y escritor cuyos textos, todavía hoy, muestran una admirable contemporaneidad. Como polemista y dialéctico combatió y fue combatido, controvirtió y fue controvertido. Pero sobre qué altura intelectual y con qué amplia base de conocimientos desarrolló siempre su ejercicio político y periodístico. Algo que, ciertamente superaba la capacidad de combate de quienes no tenían como argumento la inteligencia sino los fusiles y la fuerza bruta para aniquilar a quien no promoviera las corrientes liberticidas y expropiadoras de las mejores elecciones humanas.
Gómez Hurtado fue secuestrado por el M-19 en 1988, hecho en el cual también fue asesinado uno de sus escoltas. Fue mantenido en cautiverio durante meses, y menos de tres años después se topó con sus secuestradores –autores ideológicos y materiales– en la Asamblea Nacional Constituyente, de la cual fue copresidente. Allí se ocupó especialmente de intentar estructurar un esquema constitucional que sirviera a la realización de la justicia, a su materialización efectiva, al acceso ciudadano a ese servicio público esencial cuya ausencia era una de las mayores falencias de lo que ya en ese momento iba camino de ser un Estado fallido.
Retomar los escritos selectos de Gómez Hurtado y sus editoriales sobre la justicia, de las dos décadas anteriores a su asesinato, arroja no solo la clarividencia de sus planteamientos y lo atinado de sus diagnósticos, sino la evidencia de una derrota histórica de Colombia al no avanzar en la solución de un problema que marca, para mal, a varias generaciones. Si los jóvenes que en esta época marchan en los paros nacionales revisan las denuncias de Gómez Hurtado desde épocas muy anteriores a sus nacimientos, se aterrarían de la inmovilidad en temas que señalan responsabilidades acumuladas en cabezas de dirigentes que hoy cómodamente señalan al actual Gobierno eludiendo de forma olímpica sus propias culpas.
Hace 25 años las balas de los asesinos privaron a Colombia de un político y pensador de inigualable talla. Seis años antes lo habían hecho con Luis Carlos Galán. Unos y otros grupos de asesinos seguirían mezclándose y cruzando intereses y alianzas para terminar ya fuera en sus escondites, ya fuera en las instituciones, pero muy pocos de ellos en manos de la justicia respondiendo por sus atrocidades.