Pico y Placa Medellín
viernes
0 y 6
0 y 6
El 17 de diciembre de 2010 el mundo fue estremecido por una ola revolucionaria que sacudió la historia de los pueblos árabes y sus vecinos del norte de África. De manera eufórica, millones de personas salieron a las calles a reclamar libertades democráticas, sueño latente en estas naciones tras el retorno de la democracia a numerosos países de Europa del Este, Asia y África.
Para la historia universal quedó registrado que, ese día, en Sida Bouzid, localidad de la capital de Túnez, Mohamed Bouazizi, vendedor callejero de frutas y verduras, de 26 años, asediado por la corrupción y la brutalidad policial, al ver que le confiscaban la carreta en la que distribuía su mercancía, gritó: “¿cómo esperan que me gane la vida”, luego se roció gasolina y se prendió fuego.
Aún en su agonía, Bouazizi se convirtió en la chispa que incendió la pradera y desató la Primavera Árabe, fuerza revolucionaria, la cual tuvo su primer pulso con el derrocamiento del dictador tunecino Zine El Abidine Ben Alí, quien llevaba 23 años en el poder, conduciendo a su pueblo con mano de hierro.
La sublevación de Túnez fue imitada en el resto del mundo árabe. Bajo la consigna, “El pueblo quiere que caiga el sistema”, en medio de fuertes y sangrientas manifestaciones, uno a uno fueron derrocados o destituidos los regímenes de Egipto, Libia, Yemen, Jordania, Argelia, Baréin, Siria, Sudán..., algunos de ellos con más de cuatro décadas de dominio.
El arma que masificaba e impulsaba los anhelos de democracia entre las masas en una y otra plaza y ciudad eran la redes sociales y los teléfonos celulares, elementos sobre los que los dictadores no tenían mayor control.
Pero esa fuerza revolucionaria contrastó con la falta de liderazgos políticos, intelectuales o la creación de un partido capaz de interpretar lo que ocurría en las calles para conducir las conquistas populares hacia sociedades reales, libres y democráticas.
La mayoría de las sublevaciones hoy parecen moribundas o condenadas al fracaso al ser incapaces de romper o transformar a su favor el vasto aparato que soportaba a las dictaduras, sustentado en el control de toda forma de poder, la destrucción de liderazgos, tejidos sociales, partidos, movimientos o instituciones que pudiesen desafiarlas, hacerles frente, o siquiera cuestionarlas.
Con excepción de Túnez, que logró avanzar hacia una democracia participativa, los signos de estancamiento en los demás países son evidentes. Egipto, tras la caída de Hosni Mubarák, quedó en manos de una nueva dictadura militar; Yemen es hoy, según la ONU, el país más pobre del mundo, destrozado por la guerra civil. Lo propio sucede en Libia y Siria, que también entraron en guerras civiles, con múltiples actores, desde defensores de la democracia a soldados fundamentalistas islámicos, con marcos desoladores de muerte, destrucción y caos. Siria contabiliza alrededor de 300.000 muertos, 65.000 desaparecidos, 11 millones de desplazados y todas sus ciudades, algunas de ellas, patrimonio histórico de la humanidad, devastadas por bombardeos.
Si bien parte importante de los sueños de democracia de los pueblos árabes parecían extinguidos, lo vivido en 2019 con revueltas en Argelia, Sudán. Líbano e Irak, con miles de persona en las calles, desafiando los poderes autocráticos y coreando las mismas consignas de los levantamientos de 2010, hacen pensar que la Primavera Árabe está a la espera de una nueva señal para expresar sus anhelos de democracia y vida digna.