Por MICHAEL REED H.
El conflicto armado y las prácticas de represión oficial han sometido a amplios sectores de la sociedad colombiana a un extendido proceso de victimización. No se trata de un proceso homogéneo; existe variación, entre otros factores, en el tipo, la intensidad, la frecuencia y la intencionalidad de la violencia.
La violencia, incontestablemente, ha dejado su huella en muchos lados; pero no ha marcado a todas las personas de la misma manera. Los recursos de respuesta a la violencia y a la victimización no están disponibles para todos de las mismas maneras. Además, las reacciones humanas a la violencia son diversas y cambiantes, en respuesta (entre otros) a subjetividades determinadas por mentalidades y sensibilidades, así como por prejuicios y privilegios.
Las comunes referencias a “las víctimas de la violencia”, “las víctimas del conflicto armado”, “las víctimas de violaciones de derechos humanos”, o (solamente) “las víctimas” engloban un universo disímil de personas, y tienden a asemejar o uniformar procesos de victimización desiguales.
La extendida evocación de “las víctimas” se basa en una imagen ideal que no solo esconde la diversidad humana sino que oculta aspectos críticos de la violencia que produce la victimización, por ejemplo, la diferencia esencial entre la violencia ejercida por un grupo criminal y la violencia ejercida bajo el manto de la ley.
La generalización hace que se pierda la individualidad de las personas que han sido victimizadas y produce la ilusión de una masa amorfa de sujetos que responden todos a un perfil común: la víctima-ideal. Además, la fijación y la irradiación de la categoría de víctima proyecta constancia y estancamiento: las víctimas son víctimas para siempre, parece ser la sentencia. La imagen de la víctima-ideal sujeta a las personas victimizadas a ese momento de su vida en el cual experimentaron la atrocidad, anulando el laberinto humano. Según la imagen ideal, las víctimas son sólo eso que les pasó. El hecho violento ensombrece todas las otras dimensiones del ser, lo torna uniforme: víctima, nada más que víctima.
La imagen de la víctima-ideal es simplista; se construye reproduciendo categorías dicotómicas –perpetradores/víctimas; malos/buenos; y culpables/inocentes– que anulan los matices. Cabe recordar que ese pensamiento binario es el mismo que está en el fondo de la polarización y la deshumanización que dan lugar a la violencia colectiva.
La víctima-ideal está repleta de suposiciones y prejuicios. Es una construcción que pretende que las personas victimizadas sean cierto tipo de personas, que deben comportarse de una manera determinada. Genera la noción de que las víctimas deben ser personas inocentes (de algo y de todo), débiles (o al menos vulnerables), dóciles y que deben, sobre todo, ser sólo eso: víctimas.
La imagen de la víctima-ideal niega a muchas personas el reconocimiento de su sufrimiento y de sus reclamos. La víctima-ideal deja por fuera a personas que no caben en el perfil; por ejemplo, las personas con antecedentes criminales, las personas involucradas en causas insurgentes o las personas con problemas de adicción a drogas no son fácilmente admitidas como víctimas. Ese proceso de exclusión ignora que las personas son víctimas no por lo que han hecho sino por lo que les han hecho a ellas.
La idealización genera distorsiones que invalidan buena parte de la experiencia y la dignidad de quienes han sido victimizados, e importa juicios de valor que impiden una aproximación robusta al proceso de victimización.