Este es un empresario o coach o filántropo, o algo así, que se identifica en las redes sociales con una biografía en inglés. En realidad, poco me importa el personaje; me concentraré en una afirmación que publicó en una red social en un intento por defender a la vicepresidenta Marta Lucía Ramírez:
“Recuerdas en los años 80’s (sic) cuando el vecino «coronaba» y nadie se quería perder la fiesta de celebración. Quien no era invitado se ofendía. Ahora nadie recuerda. Si no recuerdas porque eres joven, pregúntale a tus padres. Cuánto cinismo!”.
Yo no soy joven, no le tengo que preguntar a nadie sobre los ochenta porque los habité en mi adolescencia. Y jamás me importó “perderme la fiesta del vecino que coronaba” ni “me ofendía” porque no me invitara, por una razón: desde niña entendí el efecto del narcotráfico como negocio ilegal en la comunidad.
Todo empezó a los diez años (1980); en una noche de domingo vi cómo de un Land Rover sacaron a cuatro hombres y los acribillaron en un solar, al lado de mi cuarto. Con la luz apagada, de rodillas y con la mirada sobre el borde de la ventana, los vi caer hasta que mi papá me sacó cargada en la oscuridad, para acogerme, temblorosa, entre él y mi mamá. Al día siguiente, el bus del colegio no tuvo por dónde pasar: los cadáveres seguían ahí, tirados. Años después llegaron los carros bomba y el pavor de confundir el ruido de la pólvora con el de las balaceras. Pero también estaban las noticias de asesinatos de símbolos, Rodrigo Lara, Valdemar Franklin Quintero... o la del avión que estalló por los aires.
¡A los 18 años no tuve por quién votar!: los mafiosos asesinaron a mi candidato.
Tener un pariente narco es una tragedia compartida por muchas familias, pero nadie elige a su familia... ¡a los amigos sí!
Considero que la vicepresidenta debió ser transparente con sus electores, pero por ahora solo me interesa discutir la naturalización de las relaciones sociales –comerciales, políticas... ¡presidenciales!– con narcotraficantes.
No es una epifanía ni “superioridad moral” no andar con narcos: es una mezcla de asco y pánico.
Si algo aprendí de los ochenta (no solo por la cantaleta de mis padres) es que detrás de cada “coronada” está la tragedia familiar de la adicción, la tragedia familiar de mi amiga Mónica Acosta, víctima fatal de un carro bomba; la tragedia familiar de las mulas reclutadas por la falta de oportunidades, la tragedia familiar del campesino encarcelado por cultivar, la tragedia familiar de los policías convertidos en trofeos de caza por Pablo Escobar...
Si despenalizaran las drogas, los narcotraficantes no serían criminales asesinando por rutas, por clientes, por ajustes de cuentas, por acallar corruptos.
Si despenalizaran las drogas, tal vez, Bernardo Ramírez sería un simple empresario sin pasado judicial, Memo Fantasma no tendría que ser calificado como “polémico empresario” y los medios de comunicación no tendrían que usar dicho eufemismo para aludir a los traquetos... porque no serían traficantes de sustancias ilícitas, sino simplemente eso: empresarios, que pagan impuestos, regulados, bajo la mirada del Estado.
Si despenalizaran las drogas, Marta Lucía Ramírez hoy no tendría que estar dando tantas explicaciones, ni los “Colombian social entrepreneur” tendrían por qué ofrecer lecciones de “social-bacanería” en redes sociales sobre un pasado colectivo cuyas heridas no logramos cicatrizar
Nota final: el autor de las afirmaciones debatidas ofreció excusas públicas cuando esta columna ya estaba en manos del editor. No obstante, la discusión sobre las relaciones con narcotraficantes nunca pierde relevancia .