En 1994 se estrenó una película neozelandesa que trajo al mundo una visión de la remota cultura maorí. Dos elementos maravillaron a la audiencia criolla: los tambores y cantos de guerra, y los tatuajes en cierto modo también de guerra. Hacían gala de ellos los polinesios en un campo deportivo, para amedrentar a sus contrincantes.
Se llamaba en inglés, con una sonoridad imposible de reproducir en español: “Once were warriors”. “Alguna vez fuimos guerreros”, fue la traducción apegada al significado de cada palabra. Los maoríes se tatúan para infundir pavor sobrenatural entre sus enemigos. La cinta elevó esta práctica a estremecimiento estético, difícil de olvidar.
Hoy entre nosotros los jóvenes llenan su piel de colores, textos y dibujos, y la pasean como honra entre los perplejos transeúntes. Cada día hay más, hombres y mujeres convertidos en vallas movedizas. Otra película mil veces premiada, puede servir para identificarlos: “País portátil”, Venezuela 1979. Los tatuados son nuestro país portátil.
Para exhibir sus ilustraciones, las muchachas andan en atavíos breves: shorts, blusas de manga sisa, escotes valientes. Los hombres las imitan, se ajustan pantalones de safari, desechan las camisas paternas de manga larga, amarran al pelo una pañoleta para cerrar el atuendo.
Las pinturas corporales son máscaras del cuerpo. Destierran la monotonía de la piel, la barnizan con una segunda naturaleza humana. Se esfuerzan por divulgar una estética rigurosamente individual. Es difícil encontrar dos tatuajes iguales, cada cual es una doble declaración de independencia, tanto del protagonista como del artista que interpretó su ansia de singularidad.
Imposible conjeturar cómo llegó esta práctica a nuestro XXI, desde las culturas pretéritas que le dieron interpretaciones quiméricas. Lo cierto es que hoy son marca de una generación y tal vez de la inmediatamente anterior. Cada tatuaje clama, hace del silencio un alarido.
Definitivamente los tatuados no quieren parecerse al resto de los humanos. Algo dicen, sin procurar ser interpretados ni escuchados. Son una comunidad con reclamos clandestinos, dirigidos quizá a los pájaros o a los exoplanetas que desde el 25 de diciembre aguardan al nuevo telescopio capaz de ver lo que las divinidades ensayaron hace trece mil quinientos millones de años