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A mí no me fue tan mal. Me dejó una perra (sí, otra) con ojos de tres colores y mirada gótica. Se llama Luna y es descendiente de una vampiresa, a juzgar por las orejotas que parecen alas prensiles y retráctiles a punto de levantar el vuelo.

29 de diciembre de 2024
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Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo

Terminar el año es como cambiar de libreta y creer que por nueva se te ocurrirán mejores ideas. O como cuando empiezas otra novela y te ilusionas pensando que será la más buena solo porque aún no te has sentado a escribirla (o a leerla). Lo mejor siempre es aquello que está por llegar, por eso despedimos y le damos la bienvenida a los años. Pero la sensación de comienzo, inevitablemente, pasa por echar la vista atrás y elaborar el balance de lo vivido. Tony Camargo lo hace cantando: «Yo no olvido al año viejo porque me ha dejado cosas muy buenas (...) Me dejó una chiva, una burra negra, una yegua blanca y una buena suegra». En la novela de Jenny Offill, Departamento de especulaciones, los protagonistas escriben su balance y lo envían como tarjeta de fin de año: «Querida familia y queridos amigos: Es el año de las chinches. Es el año del cerdo. Es el año de perder dinero. Es el año de ponerse enfermo. Es el año de no haber escrito un libro. Es el año de la no música. Es el año en que hemos cumplido treinta y nueve y treinta y siete. Es el año de la Mala Vida. Así es como vamos a recordarlo si alguna vez conseguimos dejarlo atrás. Con todo nuestro amor y los mejores deseos para estas fiestas».

A mí no me fue tan mal. Me dejó una perra (sí, otra) con ojos de tres colores y mirada gótica. Se llama Luna y es descendiente de una vampiresa, a juzgar por las orejotas que parecen alas prensiles y retráctiles a punto de levantar el vuelo. Me dejó tres gallinas (Tiniebla, Nieve y Paprika) y un gallo (Aureliano Buendía) inmenso como un dinosaurio que siempre busca las partes más altas para ponerse a cantar con ese kirikiki que retumba en toda la vereda. Me dejó el amor por los hongos, los lobos y las arañas. Me dejo el recuerdo de ver el Teatro Metropolitano a reventar de gente celebrando el poder de la literatura. Me dejó el verbo agradecer, conjugado de todas las formas posibles. Me dejó veinte orquídeas que ahora florecen en manos de personas muy queridas. Sin duda fue el año de sembrar árboles, el año de ser profesora, el año de aceptar que soy una señora que últimamente prefiere comprar ollas en vez de ropa. El año de meditar. El año de releer a Duras. El año de cultivar espinacas. El año de preparar sopa Tom Yum. El año de aprender cerámica. El año de pensar en caballos mientras escucho Experience de Ludovico Einaudi. El año del cansancio. El año de la levotiroxina. El año de la culebrilla. El año de escribir los sueños. El año de interpretarlos. El año de aprender a preparar el pecán pie. El año de sufrir por la novela y mirar al cielo vacío pensando que no sería capaz de terminarla. Aunque no me puedo quejar, aspiro a que el 2025 sea mejor, por supuesto, ya compré otra libreta.

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