Maqroll el Gaviero, al borde de su vejez y tumba, escribió unos fragmentos de relatos y poemas sobre los “hospitales de ultramar”, en cuyos recintos terminó de gastar su vida. Álvaro Mutis anota que su héroe estaba ya “usándose para la muerte”.
La Colombia de los enfermos sufre, en estos días pospandémicos, otra consecutiva ola de hospitales atiborrados. Basta sufrir una urgencia no muy grave, por ejemplo, una infección dental que inflama media cara, para llegar a la galería de pequeños despachos y largos corredores donde no cabe un alma más.
Todavía algunos equipos, como esas cápsulas aeroespaciales de los TAC que escudriñan hasta el último detalle de los pensamientos, andan ocupadas en cincuenta por ciento con enfermos de coronavirus. La otra mitad se brinda a la restante humanidad agobiada y doliente.
Las variopintas intervenciones quirúrgicas y de otra índole, aplazadas durante los dos años de la peste, ahora sí se programan. Los enfermos en suspenso se apresuran a retomar sus procesos y, claro, hospitales y clínicas no dan abasto. Las habitaciones se repletan, la primera que se desocupe tiene cinco, diez candidatos en espera.
Enfermeras, médicos, aseadoras, especialistas, circulan a velocidad de crucero por corredores resbalosos. Hacen giros, como parejas sueltas de un ballet científicamente regulado. Revisan suero y medicamentos líquidos, colgantes de soportes aéreos hacia las venas chuzadas. Estos artilugios inmovilizan a los pacientes durante las horas del eterno desasosiego.
“¡Abran bien los ojos y miren cómo la pulida uña del síntoma marca a cada uno con su signo de especial desesperanza!”, grita el experimentado Gaviero. Los médicos, rigurosamente especializados en cada porción del organismo, son la cúspide de la pirámide sanadora. “Hoy he operado cuatro cánceres”, confiesa al mediodía una de ellas.
Añade que la aglomeración de aquejados no solo se debe a los remanentes de la pandemia. Es también consecuencia del virus mismo, del confinamiento, del tufo de enfermedad que el bicho regó en el ambiente. El Gaviero concluye con una invitación: “¡Vengan a hacer el noviciado de la muerte, tan útil a muchos, tan sabio en dones que infestan la tierra y la preparan!”.