En estas semanas algunos han querido justificar las acciones violentas de ciertos grupos “ancestrales”, pero motorizados con camionetas del siglo XXI, porque ellos “habitaban muchos siglos antes estas tierras”. Esa es una floja argumentación porque si la cosa es desde cuándo estaba alguien, tenemos más deudas con el Pterosaurio, un lagarto alado que revoloteaba hace muchos millones de años por lo que hoy es el departamento de Santander. Hace mucho que no hay Pterosaurios en Colombia, aunque abundan otros “lagartos”, más de tipo Roy que Rex; en cambio hemos visto recientemente las carreteras plagadas de encapuchados “Velociraptors”, más “raptors” que “veloces”, diciendo que “los están matando”. No sabía que había lluvia de meteoritos.
Los ancestros son parte de nuestro pasado y no deben avergonzarnos, al contrario, debemos estar orgullosos de muchos de ellos, pero no del recuento cronológico que los antecede sino de lo que hicieron “bien”, y especialmente de lo que nos invitan a hacer “bien”, hoy y mañana.
Si como dice el poeta Giacomo Leopardi, “Los antepasados son lo más importante para quien no ha hecho nada”, el problema es de los sucesores. Por eso todo lo que te muestran en un tour a Grecia o Egipto tiene más de tres mil años. ¿Hasta cuándo seguiremos reemplazando la discusión de lo que debemos hacer, por la historia recalentada de los arrieros y las mulas? ¿De qué sirven los ancestros si los sucesores solo los recuerdan y usan para excusar la mediocridad?
Si hay algo que aprender de los ancestros ¡bienvenido! Incluso de sus errores. Pero por viejos no necesariamente son algo para repetir. Inclusive habrá que olvidarse de algunos, porque lo que podemos construir y ser, puede ser más importante que lo que simplemente por continuidad seguimos siendo.
Keith Williams, nacido en 1.952 y criado por un comerciante de carbón del sur de Gales, se enteró a los 13 años que había sido adoptado. Pero solo cuando iba convertirse en abuelo, decidió buscar a su madre biológica, quien le contó que él fue el fruto de un apasionado romance con un joven de Malasia que estudiaba por esas épocas en Londres. Por lo fugaz del romance, el malayo no supo del fruto de su pasión en el Atlántico porque debió regresar a su país en el Índico, a continuar la tradición de sus ancestros y convertirse en el Sultán de Perak. Aunque para Keith pudo haber sido atractivo convertirse en la continuidad de una tradición monárquica, tener sirvientes, y hasta varias esposas, si es que eso es un privilegio, lo de verdad importante fue lo que pudo construir y definió su identidad: la calidez de su gran familia galesa, el amor de sus “verdaderos padres”, que no son los consanguíneos sino los que te forman diariamente como un ciudadano, y la herencia que le dejará a su nieto, que más que dinero, es el ejemplo y lo que se hace por los demás