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Es muy positivo que nos esforcemos por lograr que nuestros hijos confíen en nosotros y encuentren esos padres más cercanos que hubiésemos querido tener. Pero el precio por lograrlo no puede ser permitir que los hijos estén a la par con nosotros y que nuestro matrimonio pase a un segundo lugar... porque los perjuicios serán superiores a los beneficios.
Crecer dentro de un matrimonio distante o conflictivo, -como suelen ser aquellos en que los hijos tienen la prioridad y el poder- es para ellos algo así como iniciar su trayectoria por el mundo navegando en aguas agitadas, sin saber nadar, en una embarcación inestable y conducida por un capitán que implora que le ayuden porque está perdido. En tales condiciones los niños no gozan de la estabilidad y la seguridad que precisan durante su infancia y juventud para poder dedicarse a crecer y prepararse para iniciar su propia trayectoria por el mundo.
Como el matrimonio es la estructura afectiva que sostiene el hogar, no hay nada más importante para la estabilidad emocional de los hijos que la calidad de la relación entre sus padres. Si no cuidáramos nuestra vivienda, y no estuviéramos atentos a reparar todo lo que se va deteriorando, poco a poco se iría derrumbando. Esto mismo puede ocurrir con nuestro matrimonio si no alimentamos nuestra relación como es debido. Así, para tener un matrimonio sólido y estable es fundamental que le demos prioridad a cultivar el amor y la solidaridad.
Lo cierto del caso es que el amor no es un sentimiento sino una decisión, un ejercicio de jardinería en el que hay que sembrar, abonar, remover lo que haga daño y nutrir la siembra, es decir, cuidarlo con esmero y paciencia. Por eso tenemos que disponer del tiempo necesario para encontrarnos, para escucharnos, para comprendernos... para amarnos.
Darle prioridad al matrimonio también exige que haya una jerarquía en el hogar que ratifique que los padres somos las personas más importantes de la familia y por eso somos los que mandamos, mientras que los hijos son los que obedecen.
