Si tuviera que elegir un culpable diría que fue aquella taza tan bonita que me regalaron. Decía: “Hoy es un buen día para ser feliz”. Soy tomadora compulsiva de café y, por lo tanto, la taza viajaba conmigo alrededor de la casa. Del comedor a la biblioteca, de la biblioteca al balcón y del balcón al nochero. Sin darme cuenta, la presión por ser feliz me empezó a perseguir por todas partes. No le presté atención hasta que me pasó algo horrible y estaba llorando y la maldita taza insistía: “Hoy es un buen día para ser feliz”. Y pues no. No todos los días son buenos para ser felices. Hay días miserables, días insípidos, días dolorosos, días que quisiéramos borrar del calendario, días que no mencionamos en Instagram para no desentonar con esa gente perfecta y alegre que pone allí sus fotos. Gente que hoy en día me pregunto si, de verdad, existe. Me declaro esencialmente feliz, pero creo que parte de mi felicidad reside en dejar espacio de vez en cuando para lo contrario. Es algo así como cuando el sueño me recuerda que mi estado natural es la vigilia. Aunque me cuento entre los usuarios de dicha red social, últimamente me he esforzado para que en mi perfil de @sarimillo haya espacio para otros sentimientos menos aspiracionales y más reales. El resultado ha sido apabullante: mucha gente con fotos bonitas me escribió contándome que no se sentían tan bien como aparentaban. Bienvenidos a la vida real.
No sé a qué horas pasó ni en qué momento ni por qué todos caímos rendidos ante el mercado de la felicidad. Redes sociales, libros de autoayuda, coaches, retiros que prometen iluminación instantánea. Nos convencieron de que éramos infelices para vendernos la solución; a consecuencia de ello, el negocio de la felicidad mueve 3,7 billones de dólares al año en el mundo, según un informe del Instituto de Bienestar Global de Estados Unidos. Nos comimos el cuento de que la búsqueda de la felicidad es una responsabilidad individual y ahora resulta que los infelices son infelices porque no han buscado lo suficiente, no tienen un buen coach o, simplemente, porque quieren.
A otro al que le conviene la privatización de la felicidad es al Estado. Llegamos malhumorados a casa después de perder 40 minutos recorriendo un trayecto que podría recorrerse en cinco. Pero resulta que la culpa de la infelicidad que nos produce perder tiempo en un taco no es de los funcionarios que han sido incapaces de resolver el problema de movilidad, sino nuestra por no saber gestionar la frustración o por no haber hecho un cursillo de respiración consciente y otro sobre cómo aprovechar los tiempos muertos. Esa misma lógica rige para muchos de los asuntos públicos y todos tan infelices contando hasta diez para que no se nos note. En este mundo de apariencias lo importante no es ser feliz, sino parecerlo.
¿Saben qué me hizo verdaderamente feliz? Tirar al suelo la taza y ver cómo se partía en varios pedazos. La remplacé por otra que dice: “No moleste a la escritora, podría incluirlo en una novela y matarlo”