El 27 de diciembre es el día de Juan Evangelista. Quien lee su primera carta, en el Nuevo Testamento, se encuentra de repente en un mundo de embrujo donde acontece lo imposible, el que un ser humano vea lo invisible, toque lo intangible y diga lo indecible. Unos ojos familiarizados con el Invisible.
“Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que hemos tocado con nuestras manos acerca de la Palabra de Vida, es lo que les anunciamos”. Leo y releo. ¿Y qué es para Juan la Palabra de Vida? ¿Juan habla de lo que no tiene nombre? Juan termina. “Les escribimos esto para que su alegría sea completa”. Cuanto más leo, más me sorprende la novedad de lo que leo.
Y me digo: hay seres humanos con el privilegio de llevar a la práctica la invitación de Voltaire: “Para saber si hay un Dios, solo te pido una cosa, que abras los ojos”. A no dudarlo, Dios es asunto de ojos y miradas. Quienes lo saben, hablan de “visión beatífica”. Juan de la Cruz se pasaba las noches en la cárcel repitiendo sus versos delirantes: “Descubre tu presencia / y máteme tu vista y hermosura”. El colmo de la felicidad.
La carta de Juan deja atónito al lector. “Ahora somos hijos de Dios... y cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es” (3,2). Dios tiene ojos y mira. El orante antiguo oraba así: “Guárdame como a las niñas de tus ojos... y al despertar me saciaré de tu semblante” (salmo 16,15). La coincidencia con los místicos, como Juan de la Cruz, es perfecta. “Cuando tú me mirabas / su gracia en mí tus ojos imprimían... y en eso merecían / los míos adorar lo que en ti vían”. Patrimonio común de la humanidad, la herencia de los místicos.
La dicha, la mayor dicha saber qué sentiría Juan al comenzar a escribir su evangelio. “En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios”. Me asusta sobremanera saber que yo soy palabra a semejanza de la Palabra, pues mi Creador me creó llamándome a la existencia por mi nombre.
Si Dios es la Palabra y todo hombre, por ser llamado a la existencia, es palabra de Dios, la palabra cuenta con una dignidad excelsa. Gracias al Prólogo del evangelio de Juan, me propongo cultivar con esmero infinito la palabra que soy, que pienso, que escribo y que hablo.