Todo ser irradia lo que es, el hombre en especial. Por eso presto atención a lo que soy, pues aunque lo quiera esconder, lo irradio. Además hay personas superdotadas en percibir aun la más sutil irradiación.
Irradiar es despedir rayos de luz, calor u otra energía. Y como todo existe en relación, cada cosa tiene su modo de irradiar. Los metales preciosos, transparentes, traslúcidos, se distinguen por la energía maravillosa que irradian. Y el hombre es la piedra preciosa por excelencia.
Gústeme o no me guste, irradio lo que soy. Esta constatación despierta en mí el anhelo de cultivarme, para irradiar lo que me hace sentir orgulloso de mí mismo irradiando lo que soy, un ser que vive en relación de amor consigo mismo, con los demás, con el cosmos y con Dios. Cultivar esta plurirrelación de amor es la tarea de mi vida entera.
Por su condición dinámica, el ser vivo vive cambiando de figura, vive transfigurándose, y cada uno se transfigura según se cultiva. Yo me transfiguro en lo que siento y pienso durante todo el día, y así irradio la figura que tengo, la figura que soy. El hombre irradia humanidad, de gracia o de pecado, y Dios irradia divinidad, gloria, gracia, infinito amor.
El evangelio cuenta el acontecimiento sublime de la transfiguración, página sublime de la literatura, la teología, la espiritualidad y la mística. Jesús invitó a sus amigos Pedro, Santiago y Juan a un monte, su lugar preferido, y allí “su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz” (Mt 17, 2). Acontecimiento sublime que me deja sin palabras.
Sublimidad que se intensifica al aparecer una nube luminosa, de la cual sale una voz que proclama a Jesús “Este es mi Hijo amado... escúchenlo” (Mt 17, 5). Suceso que los llena de miedo. Mas Jesús, el amigo por excelencia, los invita a no tener miedo, y el miedo se convierte en alegría de la cabeza a los pies. En ese cambio súbito del miedo a la alegría consiste la fascinación, algo que desbordaba de dicha en su mente y su corazón.
Estoy llamado a vivir transfigurándome, sabiendo que de mí depende la calidad de mi transfiguración. San Juan de la Cruz, gran conocedor de esta realidad, presenta lo vivido así: “El amor nunca llega a estar perfecto hasta que emparejan tan en uno los amantes, que se transfiguran el uno en el otro”.
Con su transfiguración, Jesús se convierte en el modelo de todo hombre, llamado a irradiar a Dios aconteciendo en él.