Era un hombre alegre que a sus 86 años hacía bromas, contaba historias y cantaba las canciones que le enseñó su padre. En los barrios de Medellín fue el compañero de lucha de los campesinos pobres y sin techo, expulsados de sus tierras, que llegaron a invadir las laderas del Nororiente para poblarlas y fundar la ciudad por segunda vez.
Se llamaba Gabriel Díaz. Nació en Santo Domingo, Antioquia, en 1933, y murió el 18 de octubre en El Retiro, en la casa que él llamaba su Monasterio del Viento.
Fue párroco en Santo Domingo Savio, La Cima, Santa Mónica y Boquerón. Cuentan que su casa era del que tocaba la puerta. Se negaba a cobrar por celebrar misas, bautizos, matrimonios o entierros. Su Cristo preferido era el Cristo de 49 pesos, que hoy se ve en la fachada de la iglesia que él construyó con los vecinos de Santo Domingo Savio y que aparece en la portada de uno de sus libros. “Porque en realidad costó 49 pesos”, decía. “Ladrillo y cemento, los mismos materiales con los cuales la gente construia sus casas en el barrio. Fue concebido como expresión de que es a partir de la realidad como se construye la esperanza”.
Le gustaban los ritos cercanos a la gente, como la ceremonia del pan. Se juntaba con los vecinos. Oraban, leían, cantaban. Luego pasaban un pan entre la gente y cada uno arrancaba un pedazo con sus dedos. Él lo llamaba el pan de los pellizcos.
Cuando lo visitó en 1968, el escritor argentino Tomás Eloy Martínez lo encontró viviendo en una casa de Santo Domingo Savio, que entonces era el barrio de invasión más grande y más pobre de Medellín. Él era su párroco hacía más de un año y se había unido a los vecinos para pelear junto a ellos contra la pobreza. La primera semana regaló su sotana para que sirviera de cobija a una mujer moribunda. Días más tarde se enfrentó a la policía para defender a una madre que iba a ser desalojada de su rancho.
“Preferí correr la suerte del invasor”, dijo. “Unido con la gente, nos instalamos aquí sin permiso. Desde entonces hemos mejorado el barrio: arreglamos las calles, construimos un acueducto, edificamos escuelas y una Casa de la Comunidad, con capilla, farmacia, dentistería y almacén comunal”.
Javier Darío Restrepo lo recuerda como hijo de un arriero, alumno de una escuela rural, vendedor de caramelos que hacía su madre, y después seminarista en Medellín, estudiante en Salamanca y París, párroco en Chocó, Puerto Rico y Curazao. O viviendo en barrios obreros, en Madrid, en compañía de sacerdotes que trabajaban como taxistas, relojeros o pintores de brocha gorda: querían llevar el evangelio a los más pobres. También lo recuerda desfilando con sus feligreses por la avenida La Playa, llevando velas encendidas en las manos, en una manifestación pacífica para protestar porque el centro de Medellín se inundaba de luces en diciembre mientras Santo Domingo Savio continuaba sin servicio de energía.
A lo largo de su vida, el padre Gabriel escribió tres libros. El primero, “Aprendizajes”, es un relato de su vida de sacerdote vinculado a la causa de los pobres y la no violencia. El segundo, “Para nunca envejecer”, es un testimonio de su amistad con tres hombres que marcaron su vida, a los que llama “hermanos y maestros”. El último es una reflexión personal sobre los sacramentos.
Últimamente, cuando le preguntaban por sus años, contestaba que estaba en la edad del cóndor: con dolor aquí, con dolor allí... Y soltaba una carcajada.
Sus amigos devolvieron sus cenizas a la Tierra en un bosque, junto a su casa, y en su memoria partieron un pan... a los pellizcos, como a él le gustaba que lo compartieran.