Es indiscutible que una de las conductas criminales que más asuela al sector rural colombiano es la del abigeato, esto es, el hurto de ganado o especies bovinas en sus diversas modalidades, que de ser realizada por ocasionales cuatreros pasó a convertirse en una manifestación criminosa que involucra a grupos criminales coaligados para sacar adelante la empresa delictiva, mediante la conformación de verdaderas mafias que controlan el hurto y venta de los semovientes, su sacrificio y la distribución de la carne y las partes, de las cuales forman parte particulares inescrupulosos y servidores públicos que han sucumbido ante la corrupción y la tentación del dinero fácil.
Para enfrentar esta situación surgió una propuesta tramitada por el Congreso de la República, pero que fue rechazada por organismos tan relevantes como el Consejo Superior de Política Criminal, que, mediante concepto técnico, cuestionó el Proyecto de ley que la contenía (No. 092 de 2016, Senado), pues entendió que era “inconveniente” porque ella no aportaba “elementos razonables para intervenir de manera satisfactoria en los mismos elementos que se señalan como problemáticos”. Y añadía, tras advertir que semejante prospecto legislativo era innecesario, que él podía “presentar algunas incoherencias” llamadas a dificultar “la interpretación al momento de la persecución penal”. No obstante, la iniciativa fue aprobada y el gobierno anterior la objetó por inconveniente.
Finalmente, el órgano legislativo desestimó las observaciones gubernamentales y, el pasado 28 de diciembre, el actual presidente sancionó la Ley 1944 por medio del cual se modifica la Ley 599 de 2000 (o Código Penal) y se crean los tipos penales de abigeato simple y agravado (artículos 243, 243A y 243B) que ya estaban contenidos en las previsiones generales en materia de hurto pero que ahora, con penas más elevadas, toman vida propia tal y como sucedía en legislaciones como el Código Penal de 1837 y en los vigentes estatutos punitivos de Argentina, Uruguay, Chile, Ecuador y México, entre otros.
Desde luego, la nota predominante en la redacción nacional es el aumento desmesurado de sanciones que, en tratándose de las modalidades simples y de menor cuantía, pueden comportar pena de prisión de cinco a diez años y multa de 25 a 50 salarios, o de setenta y dos (72) a ciento treinta y dos (132) meses de prisión y de cincuenta (50) a cien (100) salarios mínimos legales vigentes, cuando la cuantía de los bovinos apropiados sea superior a diez salarios mínimos. Si mediare violencia sobre la persona (y el texto olvidó incluir esta conducta abigea cuando la cuantía supere los diez salarios mínimos), las sanciones privativas de la libertad (no hay multa) son todavía más elevadas: prisión de siete a doce años.
Sin embargo, los aumentos son más desmedidos en tratándose de las normas agravadas; por ello, según la clase de abigeato (fraude en las marcas o dispositivos de identificación; sacrificio de las especies; calidad de servidor público del autor; calamidad o peligro común; abusando de la confianza del dueño; valiéndose de “inimputable”; o por persona disfrazada o que simula autoridad), los máximos de prisión pueden llegar hasta 216 meses (18 años) y la multa hasta 150 salarios mínimos. A ello, añádase, se dispone la extinción del dominio de los bienes destinados a esa actividad criminal.
Esta ferocidad punitiva va de la mano de un desenfrenado populismo punitivo y del expansionismo penal en boga a los cuales no les interesa, para nada, la buena técnica legislativa (aquí ausente de cabo a rabo) aunque sí los dividendos electorales de las reformas penales apresuradas. Se cree, pues, que la única manera de combatir los graves fenómenos delictivos es con el incremento de las penas (máxime si se sabe que el ineficiente aparato judicial está en incapacidad de aplicarlas), como si no hubiera otro tipo de herramientas –entre las cuales las atinentes a la prevención y a la composición de los conflictos– que pueden ser de gran utilidad.