Agostinho J. Almeida
Hace un par de meses estuve en un retiro de la empresa enfocado en planeación estratégica. Al igual que en muchas de estas sesiones, siempre hay una mezcla de emociones relacionadas con los nuevos desafíos que se avecinan y cómo debemos adaptarnos a las nuevas realidades y a un entorno en constante cambio. Pero una de las cosas que más me llamó la atención fue una expresión fascinante que escuché durante una de las conferencias: “dos mediocres no hacen un ocre”. Fue ante un contexto que trataba de conectarnos con un propósito superior, la responsabilidad ante retos organizacionales y la importancia de jugar en equipo y en red. Sin embargo, creo que también fue un mensaje que apuntaba a la necesidad de traer nuestras mejores capacidades, de buscar siempre ser mejores. Un mensaje sentido para todos y, en lo mínimo, desafiante, sobre todo porque como seres humanos no siempre estamos en nuestros mejores días.
Ser mediocre, según la RAE, es ser de calidad media, vulgar, de poco mérito o tirando a malo. Naturalmente, siempre queremos apuntar a una performance de nivel superior a esto; un factor decisivo en la manera en que se construyen equipos y entornos de trabajo altamente competitivos y orientados a resultados. Por otro lado, hay que reconocer que existe un fuerte matiz en muchos ambientes de trabajo de que ganar lo es todo. Pero no a cualquier precio. Hay una expresión con la cual me identifico: “Perder no me desvela; simplemente, no soporto no jugar para ganar”. La victoria es, obviamente, un factor importante para el éxito. Pero la victoria puede tomar muchas formas. Una de las piezas más importantes de la dinámica de un equipo es jugar para ganar, tener un propósito superior y objetivos claros y trabajar (mucho). Perder, en realidad, no es necesariamente un problema... No me malinterpreten: me emocionan las victorias, ya sean pequeñas, grandes, silenciosas o ruidosas; pero sí creo que perder también trae una curva de aprendizaje y es parte fundamental del trabajo y de la vida. Construye carácter. Nos enseña a gestionar las frustraciones. Nos impulsa a ser mejores y sobrepasar nuestras limitaciones. Y nos mantiene con “hambre”. Pero nada de esto es verdad si no aprendemos de nuestros errores, como individuos y como equipo.
He sentido que es fácil construir esa forma de estar, esa actitud de jugar siempre para ganar, pero estar preparado para perder. Adicionalmente, la percepción de riesgo y de cómo se gestiona también se transforma, otra variable fundamental. Esa voluntad de buscar siempre ser mejor se vuelve algo casi contagiante; sin embargo, es de veras potente cuando tenemos la conciencia de que todos tenemos momentos o días mediocres y de que, como equipo, debemos asumir la responsabilidad de mantener la misma capacidad, el mismo foco y la misma actitud ante el menor rendimiento puntual de elementos individuales. Solo así se asegura un equipo unido, competitivo y que apunte las estrellas sin miedo de caer.