Por Luis Fernando Álvarez J.
La principal diferencia entre el estadista y el administrador político, es que el primero proyecta, construye e implementa un modelo de Estado y de sociedad y adapta su trabajo para construir consensos de gobierno, necesarios para alcanzar el modelo que él concibe como el conveniente, adecuado y aceptado por la sociedad cuyo destino orienta.
El administrador político, por el contrario, carece en absoluto de una visión global del tipo de sociedad que pretende construir y por consiguiente del modelo de Estado necesario para un determinado esquema social, y por ello su mandato se caracteriza por una ausencia conceptual, más o menos importante, acerca de los lineamientos necesarios para lograr determinados objetivos sociales. Su gobierno, que puede más bien asimilarse al concepto de una amplia gerencia, se destaca por tratar de adoptar medidas de distinta índole, supuestamente todas ellas encaminadas a lograr un óptimo desarrollo social, con alcances desconocidos y sacrificios no imaginados. En otras palabras, como ya se ha afirmado, su actuación, de buena o mala fe, es de naturaleza meramente reactiva, su trabajo consiste en reaccionar ante supuestas o reales inconformidades o tragedias sociales y buscar implementar medidas de solución, que más se parecen a simples remedios coyunturales y accidentales, que a verdaderos propósitos de desarrollo.
Es probable que la obra del estadista no logre resultados inmediatos, pero es seguro que su estilo será perdurable y marcará hitos que dejarán huellas en los actores de la sociedad. Las decisiones del administrador político, en el mejor de los casos, pueden arrojar resultados inmediatos aparentemente esperanzadores, pero sin que trasciendan de manera positiva al esquema social en su integridad, ni perduren en el tiempo. Muy pronto, más pronto de lo que sus autores se imaginan, tales decisiones perderán legitimidad, eficacia y caerán en un peligroso olvido.
El discurso del estadista es simple, seguro y concreto. Es una guía para el porvenir del grupo social. El discurso del administrador político suele ser muy elocuente, desafiante, altanero, si se quiere algo anárquico, inmediatista, desgarrador. No se acepta por convicción, ni por referencia, sino por imposición, por engaño. Es el famoso discurso populista, de izquierda o derecha, carente de contenido conceptual, pero cargado de la denominada ideología de la angustia, del asombro, de la exclusión, del engaño. El administrador populista no discute, no tolera el disenso, la controversia, la oposición, la corrección, ni la complementación. Su pensamiento “mesiánico” está por fuera de discusión, de duda, de controversia. Finalmente, puede transformarse en un tirano con un discurso que debe imponerse, no por la vía de la razón, sino por medio de la fuerza. Fatalmente se trata de un discurso que se impondrá a todos los ingenuos, y quien no lo acepte será marcado como incompetente, cómplice de fuerzas extrañas, internas o externas, y finalmente señalado como demente o algo similar. Y seguramente aparecerán las cárceles de exterminio, las “clínicas de tratamiento”, los campos de concentración. Cuando ello ocurre, nada queda, salvo la esperanza