La ruta entre el colegio y mi casa se me hizo eterna, tic toc, tic toc... el tráfico no cedía y parecía haber más carros en la calle que nunca, como si el mundo estuviese festejando mi difícil situación. Llegué a casa y subí los tres pisos saltando de dos en dos las escaleras, directo a los brazos de mi mamá, a quien miré con los ojos encharcados, la respiración cortada y, en medio de un grito desesperado y confundido, le dije: “algo está pasándome, mami, tengo sangre en los pantalones y un dolor en el abdomen terrible. Una de dos: o me reventé por dentro por jugar fútbol o tengo la menstruación”. Ella sonrió. Acto seguido me tomó de las manos, me miró y me dijo: “no hay por qué llorar, es momento de alegrarse: ya eres una mujer, ya puedes ser mamá”. Y allí, a la tierna edad de trece años, descubrí dos cosas: que ser mujer es ser madre y que llevaba trece años, aparentemente, siendo una rana.
Durante más de veinte años interioricé mi rol como mujer en la sociedad, entendiendo que el eje fundamental de serlo era la capacidad que tenemos de generar vida, de transformar un par de células en un ser humano. Entendiendo la importancia de la situación, me preparé mental y espiritualmente para cumplir con ese propósito, don o regalo que nos comunican que tenemos cuando dejamos de ser ranas para ser mujeres.
Lo tenía todo planeado: desde los nombres que tendrían mis hijos —Guadalupe y Antonio—, los años que se llevarían entre ellos, los colegios donde quería que estudiaran y hasta sus arrolladoras personalidades. Solo me faltaba encontrar el candidato ideal para tan importante tarea que la vida nos da. Y un 1 de junio, a la luz de la luna, el hombre perfecto me invitó a que camináramos la vida de la mano. La exrana estaba preparada para cumplir con su misión: procrear.
Pero como dicen por allí: “si quieres que Dios se ría de ti, cuéntale tus planes”... después de dos inseminaciones artificiales, dos cirugías en el útero, tres in vitros y un banco de óvulos fallido, entendía que mi misión no se cumpliría, que Antonio jamás llegaría, que Lupe no sería la CEO que soñaba ver crecer.
Si a los trece años me convertí en mujer porque ya podía ser mamá, ¿qué era ahora cuando sabía que no podría serlo? ¿Regresaba a mi antigua condición de rana? ¿Perdía valor frente a la sociedad?
De acuerdo con la OMS, se considera infertilidad: 1) La imposibilidad de gestar; 2) La imposibilidad de dar a luz a un bebé vivo; 3) La imposibilidad de quedar en embarazo tras doce meses de vida conyugal sin la utilización de métodos anticonceptivos. Cabe aclarar que la infertilidad puede ser de carácter transitorio, cuando por obra y gracia del espíritu santo o los chamanes la pareja puede tener su milagrito, o definitiva, cuando pese a tratamientos convencionales, rezos, novenas, bailes de luz, limpiezas de útero, psicólogos, siquiatras, regresiones, constelaciones y otras tantas herramientas que nos da el entorno, no llega jamás el milagrito a nuestras vidas.
Las cifras sobre infertilidad en el mundo son difusas. Algunos investigadores indican que están entre el 9 % y el 15 %, pero, habiendo vivido el proceso, me atrevo a decir que la cifra es mucho más alta, que el porcentaje de parejas o mujeres que no logran su milagrito es mucho mayor. La verdad sea dicha, la infertilidad —al igual que la menstruación y las características de la vagina— son un tema tabú del que casi nadie quiere hablar. Como si las tres cosas no fueran tan naturales como un resfriado.
Es por ello por lo que hablo abiertamente de mi historia, buscando crear una conciencia sobre lo que le decimos a nuestras niñas. No somos mujeres porque podamos crear vida. Nuestra condición y valor en el mundo no es procrear. Yo aprendí la lección y mi milagro consistió en entender que lo que debía buscar no era tanto entender el porqué de esta situación, sino aprender el para qué de la misma. Al final de la vida, lo que importa es lo que haces con lo que te sucede, cuando de las dificultades creas oportunidades.
Mi invitación hoy es a que cuidemos nuestras palabras —incluso si vienen de una madre amorosa— para que nuestras niñas no pasen veinte años pensando que si no son mamás, no tienen valor para la sociedad, y a que conversemos abiertamente de la infertilidad. Si estás pasando por procesos como este, déjame decirte que no estás sola, aquí estoy y mi corazón está abierto a que conversemos sobre ello