La crisis de la democracia que se ha producido en los últimos años en la mayoría de países del mundo está generando cambios políticos e institucionales totalmente imprevisibles y ha sido interpretada de diferentes maneras por distintos teóricos políticos. Heinrich Geiselberger la describe en términos de una gran regresión, Helmut Wilke la define como un desencantamiento de la democracia y Jacques Rancière, como odio a la democracia. Klaus Dörre considera que el problema no está en la democracia, sino en el capitalismo expansivo y en la hegemonía del neoliberalismo, en cuyo altar ha sido sacrificada la democracia, la cual puede ser nuevamente liberada por medio de movimientos opositores emancipatorios, como los que ha propuesto Chantal Mouffe a través de un populismo de izquierda.
El constitucionalista argentino Roberto Gargarella ha mostrado que la crisis de la democracia en América Latina es resultado de una distorsión institucional construida desde la Colonia, que se reprodujo en la Independencia y que se extiende hasta nuestros días, la cual ha hecho posible sostener una gran desigualdad económica, social y política, que ha impedido la construcción de gobiernos democráticos.
En términos políticos esa desigualdad ha consistido en la negación de la intervención de la ciudadanía en la política. La desarticulación del sistema de “frenos y contrapesos” a favor de un hiperpresidencialismo ha generado una práctica institucional con Congresos débiles frente al Ejecutivo y un Poder Judicial subordinado al poder del gobierno de turno. Esto está en la raíz de la tendencia, propia del siglo XX, a responder con soluciones militares mediante golpes de Estado y la utilización de una extrema violencia policial contra la sociedad civil cuando esta protesta civilmente contra la injusticia, como sucedió recientemente en Chile y Colombia.
Según Gargarella, en las nuevas constituciones que se proclamaron desde el inicio del siglo XX se articularon dos componentes: “una sección correspondiente a los derechos adquirió un carácter social y democrático, en línea con los nuevos tiempos, mientras que la sección dedicada a la organización del poder se mantuvo en línea con el momento originario y tendió a preservar su carácter verticalista y excluyente”. En Colombia, la tensión entre estas dos secciones se ha articulado en función de mantener y reproducir la estructura de poder desigual y excluyente basada en el control sobre la propiedad de la riqueza, sostenida en la corrupción de grupos expertos en tomarse el control irregular de empresas públicas y privadas y protegida por un cartel político que actúa, especialmente en el Congreso, en función de evitar la investigación y garantizando la impunidad. Esta estructura de poder ha ido minando las reformas que introdujeron la Constitución de 1991 en materia de derechos económicos, sociales y en políticas de inclusión de comunidades indígenas, mujeres y grupos étnicos, y las reformas del Acuerdo Final con las Farc. Defender la democracia requiere hoy impedir el abuso de poder de esta élite económica y política y darle protagonismo a la ciudadanía haciendo que se apropie de los mecanismos de control y decisión del gobierno democrático