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Arturo Guerrero
Columnista

Arturo Guerrero

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De caballos, látigo y leyes

Por arturo guerrero

arturoguerreror@gmail.com

“Si domas un caballo con gritos, no esperes que te obedezca cuando le hablas”. Así habló el filósofo Dagobert D. Runes, 1902-1982, nacido en el Imperio Austro-Húngaro, doctorado en Viena, emigrado a USA en 1926 y fallecido en Nueva York.

Es seguro que sabía más de conceptos que de caballos. Lo que no admite duda es que sabía observar y pensar. Domar con gritos o con látigo, a su juicio, es una manera de proceder, entre otras varias. Y no todas las maneras dan el mismo resultado.

Los potros salvajes no nacen con la vocación de servir a los hombres. Son ariscos, dueños del viento y las praderas. Fue el historiador ateniense Jenofonte, nacido en 430 AE, quien desde los albores de Occidente más se ocupó en conocer la mente de los caballos. Observó que el látigo es asociado por ellos al miedo y al dolor. Aunque lo utilizó, no lo recomendó.

Sucede que la principal actividad dada por los hombres a los corceles es la batalla. Alejandro Magno, Calígula, Atila, los mongoles de Gengis Kan y Tamerlán, Napoleón, Bolívar, arrasaron trepados en cuatro patas. Las cabalgaduras fueron los primeros tanques de guerra.

Cuando la humanidad descubrió que estas atléticas esculturas podían dominarse para adaptarlas a su interés, nació la doma. En aquellas épocas de sangre, el grito y el látigo fueron el argumento fulminante. Pocos pensaban en hablarles o acariciarlos.

Los políticos pararon orejas. Los pueblos, las masas, serían estimadas como conjuntos de seres briosos, rebeldes. Entonces les aplicaron la misma receta: barbarie, miedo al dolor. Así emergió el modo trágico de gobernar. Aquel en que los ciudadanos no obedecen las leyes cuando les hablan, sino cuando temen el castigo.

Así estamos. Jenofonte y Runes simplemente nos advierten que retrocedemos hacia sociedades formateadas con azotes. Que luego de dos milenios y medio nos flagelan como a irracionales. Y que a continuación los investigadores se cogen la cabeza preguntándose por qué somos tan violadores de leyes.

Autorizar pistolas a los transeúntes, conformar un batallón de un millón de soplones, instigar al linchamiento con lemas como “el que la hace la paga”, son látigos que nos degradan. Nos urgen a desconfiar, a ver un enemigo en cada vecino, a quitarle al Estado las responsabilidades indelegables para las que lo consagró la democracia.

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