A mi querida ministra de Minas y Energía, Irene Vélez, no le funcionan bien las conexiones. Debe de sufrir una bajada de tensión (eléctrica) porque sigue emperrada en la vaina esa de que decrecer nos salvará del apocalipsis “zombie” y de no sé cuántas plagas más. “El decrecimiento nos ayuda a reconocer la desigualdad en el modelo económico que desconoce que los recursos son finitos. Hablar del decrecimiento es hablar de cómo los países del norte global se han hecho ricos a expensas del empobrecimiento y el daño ambiental en el sur global”, ha dicho recientemente mi querida Irene, que cada vez que habla sube el pan y dice no arrepentirse de defender tesis de “pancartero” sin nociones básicas de economía.
No quisiera yo hacer sangre de las escasas nociones que encierran las palabras de la ministra, pero como se empeña en reincidir en el error habrá que explicarle algunos axiomas de primero de números. Para empezar, que el mundo no ha avanzado precisamente decreciendo. ¿Se imaginan al tipo que descubrió el fuego explicando a sus amigotes de cacería las bondades de asar la carne, las jugosas ventajas de una buena parrillada, sanitarias, entre otras? Por no hablar de la posibilidad de calentarse y de iluminar las noches y las cavernas. Pues imaginen ahora que esos amigotes le hubieran dicho al “iluminado” que se metiera la tea por donde le cupiera, que ellos estaban muy bien así y que eso del fuego era un salto tecnológico que, tarde o temprano, pondría en riesgo los ecosistemas y los bosques. Apliquen lo mismo al que inventó la rueda, la pólvora, la dinamita (Nobel) o la penicilina (Fleming), pues todos ellos han derivado en guerras, avances hacía la autodestrucción y la sobrepoblación.
Mejor volvamos a las cavernas, es la máxima que encierran las palabras de Irene. La siguiente sandez es el cuentito ese de que los países del Norte se han enriquecido a costa de los del Sur. Para empezar, si los del Sur hubieran dispuesto de los avances tecnológicos del Norte para esa misma época, hoy hablaríamos todos náhuatl, quechua o suajili. Pero no. Invito a la ministra a que lea la obra del gran John Elliot Imperios del Mundo Atlántico. A finales del siglo XVI, La Habana, Lima y Ciudad de México eran metrópolis con universidades, catedrales, calles perfectamente delineadas siguiendo el patrón ajedrezado del urbanismo impuesto por España en el Nuevo Mundo. Más tarde la propia Bogotá o Buenos Aires como capitales virreinales. A ellas les seguían cientos de ciudades fundadas por los españoles en las Audiencias (Santo Domingo, Panamá, Guatemala, Santa Fe, Guadalajara, La Plata, Quito, Santiago, Caracas, Cuzco) o puertos como Cartagena o Portobello, por citar algunos. Un imperio floreciente en el que la riqueza fluía, señora ministra. Eche un ojo a toda la belleza que queda allá. Por entonces, las posesiones inglesas en América eran poco más que granjas y en las francesas (véase Haití) aún tratan de recomponerse.
Pero eso es historia, vayamos a los hechos. Y ya que mi querida Irene es filósofa, nada mejor para luchar contra el decrecimiento que predicar con el ejemplo. Por eso, y para no dedicarle más tiempo propio y suyo a este ínfimo asunto, invito a mi querida Irene a que haga decrecer su sueldo. Pero mucho, si puede ser hasta dejarlo a cero