La pandemia que azotó y sigue golpeando al mundo, recordó la fragilidad humana. La pequeñez del ser ante un mundo que se ha ido destrozando en su naturaleza por la mano artera del hombre. Las vivencias de la peste fueron postales del absurdo. Fotos macabras de cadáveres tirados en las calles por el agotamiento de tumbas, de ataúdes y de hornos crematorios para retrasar el retorno del cuerpo a sus cenizas. Las calles como el alma, vacías. A la crisis sanitaria se le sumó la económica y la social con unas tasas de desempleo y de miseria dramáticas. La contabilidad era siniestra. El virus mutaba y circulaba, como si disfrutara de cobrar tantas vidas.
Las marchas de los indignados, en pleno furor del virus, desafiaron la pandemia. Esta se regó en medio del caldo de cultivo alimentado por los desmanes callejeros, por las aglomeraciones y arengas de los protestantes y de los vándalos que incendiaban y abrían las bocas para sus peroratas, expulsando gotas transmisoras del coronavirus.
Mientras se descubría oxígeno en Marte, se agotaba en el planeta Tierra. Las gentes de mayor edad, los viejos, veíamos agotar las unidades de cuidados intensivos y no pocos murieron asfixiados por fuera de la burbuja. Esa pandemia, que duró tanto con vacuna a cuestas, recordó lo efímero y vulnerable que es el ser humano y lo insignificante que es el hombre en la vida del cosmos.
Hay nuevas variantes de la peste. Si bien menos letales, por la acción de las vacunas, sí más contagiosas. El ómicron hace de las suyas. Comenzó en Suráfrica y sus tentáculos los llevó a Europa –que se encerró este diciembre– y aparece en América. Hay inseguridad y temor. Ambos siguen marcando el paso de la incertidumbre.
Las pandemias han llevado a reflexionar acerca de la mortalidad. De lo vacilante, incierta y cambiante que es la vida, la condición humana, vulnerable y variable. Lo veleidosa y transitoria que es la existencia. Enseñó que para ser completamente humano, como lo recordaba el escritor budista inglés Stephen Batchelor, “se requiere meditar en soledad –la misma que ejercitaron Buda y Cristo– y guardar un saludable equilibrio entre el tiempo que se pasa con los demás y el que transcurre con uno mismo”.
Aquellas soledades pandémicas hicieron a la humanidad saber vivir en soledad. En esa “soledad sonora” de que hablara el poeta místico San Juan de la Cruz, quien coexistió con los confinamientos impuestos por la peste “como un recurso”. Quienes la vieron –y la siguen viendo– como amenaza y partida hacia el más allá, fueron quizás los que más sufrieron mental y sicológicamente.
Meditar fue un refugio para muchos. Mirar y seguir mirando los estragos de lo que fue, y sigue siendo, como tragedia humana que arrancó seres queridos, es la dura lección de lo imprevisible. Y recordó y persiste en seguir recordando, que la muerte “no es solo un hecho inevitable que nos espera en el futuro, sino una certeza inmanente en cada momento de la vida”