Mónica es una institución. Y eso no necesita mayor prueba: lleva 28 años alimentando a los futuros médicos de la ciudad a las afueras de la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia. De hecho, siendo precisos, parece más una leyenda: ¿Moni? Claro, allí a la vuelta. ¿Moni? Sí, ella empezó ahí en la portería vendiendo obleas. ¿Moni, la mamá de Cristian, el médico? Sí, ahí sigue, ahora vende fritos: pasteles, palitos, carimañolas, salchichón con arepa. Mejor dicho, dice ella: pregunte por lo que no vea.
A Mónica todos la conocen en el sector Juan del Corral de Medellín, donde comparten vecindario esta facultad y los hospitales San Vicente Fundación y Alma Máter de Antioquia. Allí ha alimentado por casi tres décadas a los prospectos de médico que ilusionados hacen carrera, y a los ‘cacaos’ de la medicina a los que ella les dice ‘doc’ o llama por el nombre porque nadie es más que nadie: sea usted doctor, abogado, taxista o zapatero.
Y es que Mónica hasta da línea ‘política’ en la Facultad de Medicina. Hace unos días su historia se hizo viral en redes en medio de la campaña por la decanatura que allí tiene lugar. Mónica apareció en una entrevista con uno de los doctores que aspira al cargo. Sentada, de falda y pies cruzados, con las manos escondidas en el bolsillo de un delantal, respondió a cada pregunta. ¿Vos desde hace cuánto estás por aquí? ¿Y dónde tenías la venta de obleas? ¿Te dieron la posibilidad de tener este sitio? ¿Y ahora Cristian qué hace? ¿Si es buen médico o no?
El mejor, respondió ella, ¡esa platica no se perdió! Pero antes de que contara cualquier pormenor sobre su hijo, el doctor que busca los favores de Mónica entre la comunidad académica la interrumpió y pegó en el clavo: Mónica, más que mamá de Cristian —un muchacho que se graduó de médico de la misma facultad—, ha sido la madre sustituta de decenas y por qué no cientos de muchachos que cuando estudiantes no tenían con qué tomarse un tinto o pagar un pastel de pollo.
Ha nutrido a generaciones de médicos a punta de aceite de canola, le dijo el doctor que aspira a decano. Y ella contestó que sí, que a punta de fritos ha cuidado a los estudiantes que logran el tan anhelado cupo en la facultad. Pero el camino no ha sido sencillo, dice luego ella en persona. Porque trabajar en la calle es duro y esto que hoy le estoy contando, dice, puede ser la historia de miles de familias en Medellín. Lo que pasa es que nos hacemos los de la vista gorda.
Una promesa decembrina
Mónica se ubicó como vendedora ambulante a las afueras de la facultad no por una carambola del destino, sino por la pobreza que pasaba su familia. Porque las cosas hay que decirlas de frente, sin filtro, como hace ella. Sentada en la misma banca en que la entrevistó el doctor, a dos metros del módulo que hoy administra, recuerda que esa decisión la tomó luego de ver una escena que no borra de su cabeza y que la llevó a obligarse a una promesa.
Como la situación estaba difícil, ella y su esposo aprovecharon para hacerse el ‘agosto’ en los alumbrados de un diciembre por allá hace 28 años. Pero el ‘agosto’ estuvo pasado más por agua que por ventas y lo que a Mónica se le grabó fue el retrato de su hijo de dos años envuelto en un plástico, mojado, mientras la lluvia despuntaba de la calle al río. Estaban debajo de un puente y ahí, al pie de las bombillas de colores que alegraban la Navidad de entonces, se dijo: yo no permitiré que mi hijo pase por esto. Como sea, pero le tengo que dar estudio.
Pues ahí sí, por coincidencia o por necesidad, llegó un día su mamá Ercilia a su casa, en Lovaina, y le dijo que había visto un puntico donde podían montar sus ventas. Ella le respondió que también había visto uno. Y vea usted la sorpresa, ¡era el mismo, ahí, en la primera ventanita, al lado de la portería! Así se fue Mónica para la facultad a vender obleas. Tenía una mesita cuadrada y entonces no imaginaba que levantar el negocio iba a ser tan difícil o que tendría que librar tremendas batallas con los de Espacio Público.
Los primeros dos años no vendía nada, dice ahora, y recuerda que su esposo Uber Ortíz le insistía: no, mija, deje y verá que eso se compone; tiempo al tiempo. Mientras tanto Cristian crecía. Ella lo recogía por la tarde, de último, en la guardería. Y luego, como vaticinó su esposo, se hizo el milagro. Usted viera cómo se empezaron a vender esas obleas. Es que ya la gente me conocía: los muchachos, los médicos, los profesores.
Las obleas las vendía con todo, bien engalladas: arequipe, crema de leche, dulce de mora. Mónica llegaba a la facultad con cinco kilos de arequipe, un tarro de crema de leche y otro de dulce de mora, y eso se acababa rapidito. Hasta se iba temprano, luego de guardar el chuzo ahí más arribita de Juan del Corral donde una señora que se llamaba Miriam, y alcanzaba a recoger a Cristian a la hora que era.
Pero las obleas se vinagraron, recuerda ella entre carcajadas, y se dejaron de vender. Terminó así haciendo pasteles de pollo con su mamá, en el mismo punto, y eso fue como empezar de cero. Pero esto ocurrió ocho años después de su llegada a la zona. Su hijo ya tenía diez y la menor, Rebeca —próxima a graduarse en psicología—, seis. Mucho corrió Mónica embarrigada y con Cristian de la mano mientras surtía para vender obleas. Luego vino la tarea de parar de nuevo el chuzo y hacerle el quite a Espacio Público.
Es que lo que lleva Mónica en la facultad no es poquito. Ha sido testigo de lo que ha pasado allí en treinta de 150 años de historia. Ella fue bitácora de la pavimentación de la zona, que era un polvero intransitable; le tocó estrenar los primeros módulos para vendedores, que no tenían ventilación ni energía —¡qué paridera!—; y presenció la..., cómo se dice —titubea ella—, sí: la restauración de los edificios Manuel Uribe Ángel y Andrés Posada Arango, en los que luego estudió y se graduó el mayor de sus dos hijos.
Pero volvamos con el negocio que quebró y el que tuvo que nacer al tiempo. Dice Mónica que ella siempre ha tenido buena espalda para las ventas y que más pronto que tarde la cosa se compuso. Su negocio de fritos empezó a crecer y, luego de salir beneficiada con uno de los módulos, consiguió más estabilidad.
Pero el módulo, mi querido, no llegó solo: nooo, ¡bendito! Ay, lo que tuvimos que luchar con eso. Lo que pasa es que con lo del proyecto de remodelación nos querían sacar de acá. Nosotros, los ambulantes, no aparecíamos en los planos de Espacio Público. Yo me fui para esas oficinas, hice de todo. Pero fue un muchacho, dice Mónica, el que nos salvó. Era representante de los estudiantes y los unió. Dijo, según Mónica: si no los ubican, armamos paro, porque quién nos va a alimentar. Adentro es muy caro todo y muchos no tenemos pa’ más.
Así, entre tropiezos y embates, Cristian se graduó del colegio y desde antes ya apoyaba por ratos a su mamá. Él quería estudiar y ella cumplir la promesa que se hizo bajo el aguacero de 28 años atrás: darle estudio. Como creció en medio de médicos, a Cristian le sonó presentarse a la facultad. Pero también apostó por una carrera en la Nacional. Luego de hacer un preuniversitario, llegaron las buenas nuevas: que había pasado a las dos partes, cuenta Mónica. Y ahí ve, se decidió por medicina.
Ahora Cristian es médico general del San Vicente Fundación, hasta donde llegan los fritos de su mamá y donde primero lo conocieron como el hijo de Mónica y no como médico. Allí trabaja en urgencias y hace extras con otra institución. Trabaja 24/7, dice él, para que su mamá pueda dejar las ventas en algún momento. Y aunque ella cuenta que el manguito rotador y un dolor de rodillas la atormentan desde hace rato, todavía no es hora de irse de la facultad.
Lo de Cristian, claro, la llena de orgullo. Pero es quizá esa cercanía de Mónica con tanto médico y especialista la que le entrega el semblante sosegado y fresco que ofrece tanto a quien llega a comprar salchichón con arepa frita y tinto, como a quien le hace una entrevista: venga, conversemos. ¿Qué va a desayunar? Y cuidadito me dice que me va a pagar. ¡Yo lo invito!
Lo que dice Mónica es que sí, que qué alegría que su hijo ahora sea médico, pero que para ella siempre fue primero levantar buenos seres humanos. ‘Mi muchacho’, la canción de Diomedes Díaz con Rafael Santos, describe su sentir con precisión:
Por eso Rafael Santos yo quiero / Dejarte dicho en esta canción / Que si te inspira ser zapatero / Solo quiero que seas el mejor / Porque de nada sirve el doctor / Si es el ejemplo malo del pueblo.
Y de esta forma Mónica se convirtió en una institución. Porque vaya usted a cuestionar eso entre los estudiantes y profesores de la facultad. Se mete en camisa de once varas, con eso le digo todo.