El área de Medellín son poco más de 380 kilómetros cuadrados, pero alguna vez hicieron el cálculo de que el espacio vital de la mayoría de los jóvenes de la ciudad se limita a solo 1,5 o 2 kilómetros alrededor de su casa.
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Esto quiere decir que en su vida cotidiana buena parte de esos muchachos, si acaso conocen algo más que su barrio y uno que otro sector vecino y posiblemente van al Centro a por una diligencia. Y ese pequeño entorno incluso puede ser hoy día menor, si se tiene en cuenta que la cifra procede del tiempo en que aún las redes sociales no habían encasillado tanto a las nuevas generaciones en ese espacio íntimo en que el mundo llega a uno sin moverse de una silla, siempre y cuando se cuente con un teléfono inteligente o un computador y con una buena conexión a internet.
La conclusión es que la mayoría crece en una especie de burbuja, sin tener una imagen de la ciudad más allá de las fronteras que se forman en su propia mente, sin conocer su historia ni sus territorios. Y eso tiene consecuencias en la falta de apropiación de las problemáticas y en la apatía aparente para buscar soluciones a los problemas.
Caricaturizando, muchas veces un joven de Manrique hasta cree que necesita visa para ir a El Poblado o uno de El Poblado que precisa de escolta para incursionar por las calles de Santo Domingo, porque hay partes de la ciudad que no entran en diálogo. El resultado suelen ser también los estigmas.
Esa es la realidad que quiere cambiar una estrategia llamada Medellín en la Cabeza, que programa recorridos con jóvenes de entre 14 y 28 años, en grupos de 25 a 30. Son gratis, con guianza, transporte y refrigerio incluido, con el fin de que no haya impedimentos económicos para apuntarse.
La propuesta es tan poderosa que ha sobrevivido a cuatro administraciones: la de Aníbal Gaviria; la de Federico Gutierrez I, la de Daniel Quintero y la actual, también de Gutiérrez.
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No hay un dato consolidado de las personas que se le han apuntado al reto de conocer la ciudad en vivo y en directo durante todo este tiempo, pero en 2024 van 500 y al finalizar el año serán más de 1.300, dentro de los 52 recorridos que hay planeados. De ellos van la mitad, más o menos, por lo cual la intención es que en dos meses y medio que restan se intensifique la frecuencia.
Las inscripciones se hacen a través de la página web de ‘Medellín en la cabeza’. Un perfil elaborado con base en la información que dejan los usuarios indica que el 48,1% de quienes han estado son mujeres; 43%, estudiantes; 34% son de estrato 2; 28% de estrato 3; 12% de estrato 1 y solo el 4%, de los estratos 5 y 6. El 11% son jóvenes sin empleo.
¿Qué se ha aprendido? De acuerdo al director de Ciudadanía Joven de la Secretaría de Juventud de Medellín, Camilo Sierra, el primer aprendizaje ha sido que “no hay mejor forma de apropiarse y querer a la ciudad que callejeándola; muchos nos han dicho que es la mejor clase de sociales que han tenido, porque es sacarlos y mostrarles la realidad caminando muy a lo peripatético”.
Y la segunda enseñanza es que la iniciativa hay que masificarla más como ejercicio de participación juvenil –de hecho, Medellín en la cabeza está inscrito en el programa Democracia Joven–.
“Cuando recorres la ciudad y la reconoces estás ejerciendo participación ciudadana. Que los jóvenes sepan que la democracia no solo es votar, sino que requiere de procesos empáticos y de reconocer al otro. Estos son jóvenes que se están cuestionando sobre cómo mejorar aspectos de la ciudad, y esa es una forma de participación ciudadana”, añadió el funcionario.
No en vano siempre hay preguntas provocadoras y se motiva la reflexión. El día en que EL COLOMBIANO acompañó un recorrido, los interrogantes fueron relativos a en qué se diferenciaban los jóvenes de las décadas de 1980 y 1990 y los de hoy, y si los jóvenes de hoy nacen o no pa’ semilla.
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“Se ha generado un impacto muy bonito, porque nos hemos encontrado por ejemplo jóvenes de Aranjuez y Castilla que jamás habían ido a El Poblado, o, al contrario, otros de El Poblado que nunca habían pisado el norte de la ciudad porque creían que ir allá era muy peligroso y se dan cuenta de no es así, que en la mayoría de los barrios viven en mucha paz; en general han sido universitarios, porque hicimos una alianza con la Universidad Eafit y la Universidad Pontificia Bolivariana (UPB)”, apuntó Sierra.
Eso quiere decir que hay un efecto adicional en la reformulación de paradigmas, estigmas y fronteras mentales, sociales y económicas.
Alternativas en una época difícil
Juan Fernando Vélez, investigador de la Corporación Región, recuerda que los recorridos callejeros empezaron a hacerse hacia mediados de la década de 1990, retomando experiencias de Brasil y España, como Ciudades Educadoras. Es decir que justo en la época más oscura de la ciudad resultaron como una de las alternativas de esperanza.
“Ese concepto tenía implícita la idea de que había que promover que las ciudades fueran amigables, que tuvieran espacios físicos para el encuentro, espacios donde las personas pudieran compartir. Y en ese mismo sentido, la ciudad se aprende, se lee, se recorre, se aprovecha, se disfruta”, explicó.
La intención era poner a dialogar a distintos sectores sociales que difícilmente se encuentran en la cotidianidad, como al estrato 6 con el estrato 1 o al norte con el sur, por ejemplo.
Algunas de las primeras “giras” fueron de líderes que querían inspirarse en las experiencia de sectores vecinos o no tan vecinos para elaborar sus propios planes locales de desarrollo y hubo otras diferentes, como unas donde llevaron a jueces y fiscales a barrios populares para que hicieran inmersión en la realidad de la gente a la que por lo general ellos juzgaban.
“¿Acá es donde viven los que van a los juicios que yo atiendo?”, es una de las expresiones que recuerda Vélez que salieron de los participantes.
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Hoy, en un convenio con Comfama, Región centra sus recorridos en estudiantes de colegios y son hacia los espacios culturales o de valor histórico y arquitectónico.
Vélez constata que aunque la cifra del kilómetro y medio es añeja, estaría vigente porque la gente se aferra a los mismos trayectos cotidianos para ir al estudio o al trabajo.
Max Yury Gil, director del instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia, ex coordinador regional de la Comisión de la Verdad y también exdirector de Región, destaca esas experiencias en la que la ciudad se convierte en una especie de “lienzo para aprender”.
‘Sí nacimos pa’ semilla’
El jueves en que callejeamos con ‘Medellín en la cabeza’ los organizadores denominaron el recorrido “Sí nacimos pa’ semilla”, parafraseando el libro de Alonso Salazar que develó la desesperanza de los jóvenes de las décadas de 1980 y 1990, que se convirtieron en sicarios al servicio del narcotráfico y parecían no tener otro destino que morir prematuramente. La intención era repasar el contexto en el que se desenvolvió esa madeja, ligado al paramilitarismo y el narcoterrorismo.
Esta vez el punto de encuentro fue entre 1:30 y 2:00 p.m. –como de costumbre– en El Poblado y aparecieron cerca de 25 invitados, todos jóvenes, unos más que otros, y desconocidos entre sí porque provenían de distintos barrios.
La parte central del parque, al lado de la estatua de una indígena con su batea para lavar oro, fue el escenario escogido para empezar hablando de los indígenas Aburraes y del origen del poblamiento de Medellín y luego saltar al tiempo en que los ricos se pasaron de Prado Centro hacia esta zona, y llegar al punto actual en que se experimenta una nueva diáspora de las personas pudientes hacia Llanogrande, pero haciendo estación en la década maldita en que los narcos se comenzaron a enseñorear en la ciudad.
Lo siguiente fue abordar un bus donde por fortuna cupimos todos, debido a que por obra y gracia de la hora dormilona el vehículo solo llevaba unos pocos pasajeros. De cualquier forma, el periplo por la Avenida El Poblado era breve porque se trataba de hacer la segunda estación en Montecasino.
Santiago Rodas, de 21 años, estudiante de administración turística y residente en Aranjuez, aseguró que aprovechó que este día estaba libre de estudio para conocer en directo parte de esa historia que le relataron sus padres en tono de sobrevivientes de una hecatombe. Su padre, por ejemplo, le ha contado cómo les tocaba pagar “vacuna” en el barrio para que las bandas no les hicieran daño.
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De Montecasino, en particular, ya había oído hablar a unos familiares criados en Amalfi, la tierra donde nacieron estos jefes paramilitares. Y había hecho un recorrido similar, pero a sitios de interés turístico, impulsado por un interés relativo a la carrera que escogió.
Los periodos de ocupación intermitente han hecho que el abandono deje sus huellas en esta estancia. Así se trasluce por la reja de hierro forjado algo oxidada, las columnas inmensas plagadas de grafitis, la hojarasca que invade el piso y la pintura descascarada de las construcciones internas. La sombra de unos árboles gigantes que marcan el sendero de la entrada le daban un aspecto tétrico en plena tarde soleada.
Camilo Arias, uno de los guías, contó la historia de los fundadores de las Auc, de sus relaciones con el narcotráfico, de la guerra que emprendieron como parte de los Pepes y cómo desde Montecasino habrían fraguado atentados, magnicidios como el de los candidatos presidenciales de izquierda Bernardo Jaramillo Ossa (Unión Patriótica) y Carlos Pizarro (M-19) así como el del humorista Jaime Garzón. Pero también habrían planeado parte de las aproximadamente 1.200 masacres que cometieron las Auc.
El auditorio de jóvenes mientras tanto se apretujaba en la acera para oír el cuento en medio del ruido de los carros que pasaban.
En el tumulto estaba también Wílmar Durango, de 20 años, trigueño y de fácil expresión que habita en la comuna 13 pero pasó gran parte de su corta existencia en la comuna 8-Caicedo.
Él estudia construcciones civiles en el Politécnico Jaime Isaza Cadavid y dijo haber venido para “culturizarse” aprovechando la invitación de un amigo enrolado con temas de participación. Lo curioso es que sus padres tienen entre 40 y 45 años, es decir que eran adolescentes cuando todo ocurrió, y sin embargo jamás modulan palabra al respecto a pesar de que les tocó vivirlo porque fueron víctimas de destierro desde Ituango, un pueblo del norte del departamento en el que los paramilitares perpetraron varias masacres.
Actualmente, según continuó revelando el guía, el predio está en manos de la Sociedad de Activos Especiales (SAE) y por esas paradojas de la vida, el que fue como un emblema del poder de los victimarios pronto será ocupado por una organización de víctimas.
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—¿Alguien sabe quiénes fueron los Pepes?, preguntó Camilo para dar rienda suelta a una retahíla en la que contó la guerra en que los Castaño, aliados con otros narcotraficantes y con miembros del mismo Estado colombiano se enfrascaron en una guerra contra el cartel de Medellín a nombre de un grupo que se denominó Perseguidos por Pablo Escobar. Varios dieron a entender que no les era ajena esta historia, aunque no la supieran en tanta profundidad.
Tras cerca de 20 minutos cruzamos la 43A y zigzagueamos por varias calles en sentido suroriente-noroccidente para devolvernos hacia el sitio donde quedaba otro “templo” de la ostentación de los ilegales venido a menos: el edificio Mónaco, la casa del capo Escobar y su familia.
A la llegada, el guía principal, Yeison Henao (sociólogo y magíster en urbanismo) relató también cómo Escobar y los suyos tenían allí excentricidades como una colección de motos y carros, y una buena muestra de obras de artistas de fama mundial. Pero también lo alcanzó la decadencia con la persecución oficial, los atentados del cartel de Cali en 1988 y la muerte del capo solo y en un tejado del barrio Los Olivos.
El edificio estuvo mucho tiempo en ruinas, hasta que en 2019 el hoy repitente alcalde Federico Gutiérrez ordenó demolerlo para construir en su lugar el Parque de la Inflexión, en honor a las víctimas del narcoterrorismo.
Valentina, de 22 años, lucía como ensimismada en sus pensamientos. Luego se entendería la razón, pues este lugar le hacía pensar que ella, a la vez que es víctima está simultáneamente del otro lado de la historia, donde la memoria de los hechos a veces puede causar tanta vergüenza como dolor.
La joven contaría que su padre estuvo enredado con el narcotráfico; no especifica de qué manera, pero apuntó que le duele que tal vez él tuviera que ver con el sacrificio de algunos de los personajes a los que acá se les rinde honor.
“Mi mamá ni siquiera me decía qué era lo que estaba pasando y yo tampoco entendía. Muchas veces me llevaba en el carro y me dejaba esperando mientras él hacía sus ‘vueltas’, como que no sabía tal vez que yo ya era una niña muy consciente”, expresó.
Aparte de esos detalles le cogió algo de rencor porque casi nunca estuvo con ella y para completar la dejó huérfana muy pequeña.
El resentimiento lo ha disipado un poco al hacer conciencia de que él también debió ser víctima de las circunstancias, pues se enroló en ese mundo macabro a los 10 años, la tuvo a la edad de 17 años y murió a los 27, cuando ella tenía 9. Fue uno de los jóvenes que “no nacieron pa’ semilla”.