Cuando Socorro Mosquera está disgustada, su voz grave parece un vendaval capaz de despeinar un bosque, pero al interpretar un alabao se asemeja al murmullo del río Atrato, donde nacen estas melodías melancólicas.
Hace unos 30 años la conocí. Entonces, ese vozarrón indómito era el que más sonaba en las agrestes colinas de las Independencia que estaban aún lejos de ser la zona más visitada de Medellín, como lo son hoy. Por el contrario, pocos se atrevían a subir, porque, por un lado, en este pesebre de casas colgantes, al ir por los caminos lisos y estrechos se corría el riesgo de rodar hacia cualquier techo, pero además porque la zona la dominaban las milicias populares, unos grupos armados que eran una simbiosis de Robin Hood y guerrilla y que habían expulsado a las bandas.
La negra Socorro vivía en Independencias III, coordinaba el restaurante comunitario y un grupo juvenil. Por eso se le veía disponiendo los platos plásticos para el almuerzo de los niños y al instante, organizando un partido de fútbol u otra actividad lúdica con los muchachos más grandes, y hasta se metía a reforzar algún equipo.
A ese rugido de leona le añadía un cuerpo fuerte que debía pasar por los treinta y pico de años y una determinación que no dejaba dudas de tomarla en serio cuando decía algo. Así, a punta de carácter, es como ha logrado sobrevivir a las múltiples etapas y patrones que ha tenido la comuna 13. Ella es una de las víctimas más visibles que dejaron operaciones militares, pero igualmente de los procesos organizativos de esta parte de la ciudad.
Después de tanto toparnos en la vida, le pregunto qué edad tiene y esquiva la impertinencia sin sobresaltarse con un “yo tengo muchos años”.
—¿Y cuántos de líder?
Ahí si viene un relato largo, desde que la familia vivía en Castilla (comuna 5) y lo que ganaba su papá en un tejar o vendiendo chance alcanzaba apenas para que una familia de once hijos malcomiera.
Como la pobreza era general en el vecindario, ella organizaba “comitivas” en las que cada niño ponía lo que encontraba en la casa para hacer un banquete.
—En ese momento no entendía lo que era sororidad, lo único que sabía era que de la misma olla podíamos comer todos —añade.
En la escuela y el colegio era la que organizaba los partidos de fútbol mixtos o las salidas a acampar.
—Mi apá siempre me dijo: esta va a ser una berraca –cuenta— y ella se lo creyó, como creía todo lo que viniera de ese ser al que sigue admirando como uno de sus maestros. De ese negro que llegó a la ciudad huyendo de la violencia en Tadó (Chocó) antes de que ella naciera heredó también la capacidad vocal para interpretar alabaos, así como la entereza para enfrentar el bullying que le hacían por ser negra y pobre.
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La llegada a la comuna 13 no fue casual. Relata que se embarazó estando soltera y empezaron a tratarla como a una puta. La echaron de la casa, una amiga le ofreció un rancho que había disponible y ella se fue ilusionada. Eso fue en diciembre de 1980. Solo que lo que vio fue un monte casi deshabitado que ni caminos tenía. La vivienda prometida solo eran cuatro palos con un techo de plástico.
La inseguridad y la miseria eran tales que a la gente le robaban hasta las ollas cuando todavía estaba cociendo los alimentos en fogones de kerosene, a la intemperie.
Al principio se encerró por el desconsuelo, pero luego se decidió a salir adelante y se conectó con una lideresa llamada Lucila Caicedo para proponerle que montaran un comedor comunitario –parecido a las comitivas que hacía de niña– para que muchos no se acostaran con hambre –no era su caso porque aunque el papá de sus hijos no vivía con ella, le mandaba mercado–.
Se conformó un comité femenino y a la par propuso que empezaran a trazar senderos, escaleras y zanjas por donde bajaran las aguas de escorrentía. De ahí en adelante vinieron otras juntanzas para crear la acción comunal y llegó el momento en que tramitaron con la Alcaldía la dotación del restaurante comunitario.
“Eso para nosotros fue muy importante porque se alimentaban el 90% de las personas que no tenían”, comenta.
También aprovechaba para congregar a los beneficiarios en torno a talleres de aseo personal y autocuidado.
Alrededor de ese restaurante nació el grupo juvenil Unidos Buscando la Paz, donde se formaron muchos de los líderes que conforman una generación de relevo.
Socorro tampoco ha pasado indemne de estas décadas que dejaron cicatrices profundas en la comuna 13. Perdió a dos hijos y un nieto, además de que fue encarcelada y puesta en la palestra como supuesta guerrillera en medio de la operación Orión, en un caso por el cual el Estado colombiano fue condenado por el Sistema Interamericano de Derechos Humanos.
Pero aun así continuó con más fuerza. Actualmente es tesorera de la acción comunal de Independencias III, es fiscal de Asocomuna, socia de la fundación Reparadores de Portillos y de la fundación de Yula; vocera de la mesa de Derechos Humanos de la Comuna 13 y hasta hace poco fue también cabeza de la Asociación de Mujeres de las Independencias (AMI). Y le queda tiempo de ser escucha comunitaria, cantaora y masoterapeuta.
Hoy Socorro no es tan ágil como en épocas añejas, su cuerpo es más pesado y su caminar, pausado igual que las palabras que ya piensa mejor antes de dejar salir. Siempre va ataviada de mantas coloridas, y con frecuencia de turbante, cual princesa africana. Desde ese punto de menos despliegue físico y menos aspaviento sigue moviendo los hilos del poder comunitario.