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Gustavo pasó de habitar las calles a graduarse de abogado en la Universidad de Antioquia

Tras más de 25 años como habitante de calle en Medellín, Gustavo Yepes Giraldo volvió a la Universidad de Antioquia y a sus 70 años se graduó como abogado.

  • Gustavo Yepes volvió a la Universidad de Antioquia y a sus 70 años se graduó como abogado. FOTO Esneyder Gutiérrez
    Gustavo Yepes volvió a la Universidad de Antioquia y a sus 70 años se graduó como abogado. FOTO Esneyder Gutiérrez
07 de enero de 2025
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El auditorio de la Universidad de Antioquia estaba lleno aquella mañana. Entre aplausos, Gustavo León Yepes Giraldo recibió su diploma como abogado. Su rostro, curtido por los años y las adversidades, no esperaba tanta celebración. Al ponerse de pie para recibir el diploma, los aplausos no cesaron hasta que volvió a su asiento con el título en las manos.

Y, aún con la victoria entre sus dedos, para Gustavo “esta graduación es como un aperitivo; quiero el plato fuerte. Quiero ejercer, demostrar que, a pesar de mis 70 años, estoy apto para seguir trabajando”.

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Gustavo relata su vida como quien escarba en heridas que todavía hacen mella, pasando por los mismos sitios comunes donde antes dormía al sol y la lluvia.

La historia de Gustavo comienza en 1953, en Medellín. Creció en una casa donde el cariño era un lujo ausente. Aunque tiene recuerdos vagos de su infancia, recuerda a su padre como un hombre violento, que mezclaba alcohol y calmantes, un cóctel que a menudo convertía la casa en un campo de batalla. Gustavo, junto a sus tres hermanos y su madre, no tenía otra opción que buscar refugio debajo de una cama o mesón.

Por su madre no sintió mayor afecto. Incluso, confiesa: “Hasta el día de hoy no entiendo por qué tenía tanto odio hacia mí”. Así comenzó una niñez marcada por el miedo y el aislamiento. Ese mosaico de dolor y soledad formó una bola de nieve silenciosa, haciendo que cualquier lugar fuera su hogar, menos su casa.

“En el barrio donde viví, a los niños les prohibían ser mis amigos porque éramos los hijos del borracho”, relata. Para escapar de aquella realidad, pasaba horas en la parroquia como acólito. Sin embargo, ni siquiera allí encontró consuelo: “Los sacerdotes eran demasiado ‘cariñosos’ con nosotros, los acólitos. Cuando le conté a mi madre, lo único que obtuve fue una pela”.

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Con el tiempo, Gustavo aprendió a refugiarse en los libros, una tradición que mantuvo incluso como habitante de calle. Las calificaciones con las que se graduó son reflejo de tantos años de lectura. Era un joven curioso, que encontraba en las bibliotecas un mundo distinto al que lo rodeaba.

“Participé en grupos esotéricos, rosacrucistas y hasta en movimientos hippies. Recuerdo el festival de Ancón. Cuando me gradué como técnico auxiliar contable y quise seguir estudiando, decidí entrar a la Universidad de Antioquia”.

En 1976 ingresó a la universidad, en medio de la efervescencia política y las protestas estudiantiles. Fue una época convulsa. Los disturbios eran el pan de cada día: carros particulares y buses convertidos en hogueras, mientras los enfrentamientos dejaban al aire el eco de una generación que clamaba por cambios.

Sin embargo, en ese entorno cargado de tensión no hubo puentes de diálogo. Las decisiones unilaterales de las directivas cerraban y abrían las puertas de la universidad según la marea del conflicto. Fue allí donde su ánimo tambaleó una vez más.

Con cada jornada de incertidumbre, Gustavo se sentía más atrapado. Las imágenes de su pasado parecían susurrarle al oído, trayendo consigo una creciente desmotivación. Las aulas, con cierres intermitentes, que antes significaban futuro, lo llevaron a abandonar las clases y su deseo de ser abogado.

Con el abandono llegó un vacío que lo arrastró hacia lo que él llama “la vagancia”. Esta se volvió su rutina, y las oportunidades de empleo parecían fantasmas imposibles de alcanzar.

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En esa época, Gustavo tenía 24 años. Las tensiones en casa crecieron, pues comenzó un consumo constante de marihuana que pronto mezcló con basuco y otras sustancias. Los sueños que una vez lo impulsaron ahora yacían enterrados.

Con estas sustancias llegaron noches eternas en las calles de Medellín. Durante 14 años, intentó equilibrar su vida diaria con su adicción, pero en 1990 la caída fue definitiva y se convirtió en habitante de calle.

El barrio Boston fue el escenario de esta nueva etapa. A pocas cuadras de su antigua casa, la quebrada Santa Elena serpenteaba como testigo de su compra y consumo. Cerca de la conocida Toma y su vuelta a Guayabal, Gustavo frecuentaba una plaza de vicio. Los espacios abiertos y las cuevas servían de refugio.

Así como la droga, el hambre era otro compañero constante. “Aprendí a comer lo que fuera”, recuerda. Sin embargo, había días en los que simplemente no había nada. Al pedir comida, recuerda haber recibido vidrio triturado en el arroz o heces fecales dentro de un pan.

“Dormir era un acto de fe”, narra. Los cartones que usaba como cama rara vez lo protegían del frío húmedo de la madrugada. Además, lo despertaban con patadas, baldes de agua, e incluso una vez presenció cómo quemaron vivo a otro habitante frente a él.

Las aceras de la Placita de Flores también se convirtieron en su hogar improvisado. Allí intentaba conseguir algo de dinero ayudando a cargar bultos o barriendo los alrededores a cambio de unas monedas. “La policía corrupta nos quitaba la droga para revenderla, y los grupos de limpieza social nos obligaban a escondernos. Vivir en la calle es aprender a sobrevivir cada día. Nadie es de fiar. La droga se convierte en moneda de cambio, pero también en motivo de envidia y violencia”.

Pese a todo, Gustavo nunca perdió su amor por la lectura y el conocimiento. “Incluso me bañaba diario a las cinco de la mañana en la fuente del Teatro Pablo Tobón Uribe y visitaba la biblioteca de Comfama”. Este hábito eventualmente lo llevó a buscar ayuda.

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En 2015, Gustavo decidió cambiar su vida. Con el apoyo del programa Centro Día, comenzó un proceso de reintegración. “Ellos me ayudaron a dejar la calle, pero falta mucho en políticas públicas. Uno vuelve a la sociedad, pero no hay trabajo para nosotros”.

La vida le dio una segunda oportunidad, y él la aprovechó. Con la ayuda de un abogado conocido, que se reencontró en el dormitorio comunitario donde se hospedaba, Gustavo retomó sus estudios. Le ayudaron a redactar la carta de reingreso y, finalmente, se matriculó de nuevo en la universidad.

Pese a lograr el reingreso y contar con apoyo de un centro de rehabilitación, los días seguían siendo un reto debido a las dificultades económicas.

Los profesores lo respaldaban con fotocopias, la universidad lo incluyó en el programa de almuerzos gratuitos, y algunos amigos le colaboraban con los gastos. En el dormitorio comunitario, las luces se apagaban a las 10:00 p.m., por lo que debía estudiar con una linterna bajo las sábanas y a pesar de estas limitaciones, lograba sobresalir, obteniendo calificaciones entre 4.5 y 5.0 en todas sus materias semestre tras semestre.

El 12 de diciembre, Gustavo se graduó como abogado. Hoy espera que este logro no termine aquí y que, a sus 71 años, pueda ejercer la profesión que soñó obtener a los 24.

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