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Así es un día en La Granja donde Medellín resocializa a los habitantes de calle

A pesar de que hay un lugar con todas las condiciones y facilidades para atender a esta población, apenas un puñado de personas entran y terminan el proceso. ¿Por qué?

  • Así es un día en La Granja donde Medellín resocializa a los habitantes de calle
  • Así es un día en La Granja donde Medellín resocializa a los habitantes de calle
  • Así es un día en La Granja donde Medellín resocializa a los habitantes de calle
  • Las personas duermen en camarotes. Todas las habitaciones tienen baño y hay una sola para las mujeres. La mayoría guarda recuerdos familiares. FOTO julio herrera
    Las personas duermen en camarotes. Todas las habitaciones tienen baño y hay una sola para las mujeres. La mayoría guarda recuerdos familiares. FOTO julio herrera
24 de noviembre de 2024
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La Granja donde se recuperan los habitantes de calle de Medellín que quieren y pueden hacerlo queda en una vereda en Barbosa, al norte del Valle de Aburrá, subiendo por unos rieles hasta muy cerquita de las nubes. Es casi un monasterio en la cima de una montaña. Ahí, entre otras cosas, duermen, comen, estudian, juegan fútbol, nadan y rezan un centenar de personas que dormían y comían hasta hace muy poco en las calles de Medellín. Hay restaurante, salas de computadores y de televisión, piscina, placa polideportiva, huerta, enfermería y un árbol de caucho de tallo grueso y barbas que parecen centenarias en el que está recostado Augusto.

Él es flaco y de estatura mediana, con una chivera canosa y el cráneo muy marcado. Tiene 52 años y llegó a vivir a las calles del centro de la ciudad en 2012, a los 40. En ese entonces, como desde que era un adolescente y entró a los combos del barrio, bebía y metía cocaína. Pero también se había vuelto adicto al juego y a los casinos y no tenía ni un peso. Dejó a su mujer, a sus dos hijos y se fue a vivir por el Parque de Bolívar. Sobrevivió a punta de donaciones de organizaciones sociales que dan, a veces, comida y techo. De las limosnas, de la “liga” que le daban los malandros del sector.

Algún día de comienzos del 2017 llegó al Centro Día, que es la puerta de entrada al sistema de atención e inclusión social al habitante de calle de Medellín. Ahí empezó su proceso de resocialización: se limpió, dejó de consumir, estuvo en La Granja 18 meses, salió y no encontró trabajo pero sí pareja. Se cuadró con una de sus compañeras de Barbosa y ya están en los preparativos de la boda. Vendió bolsas plásticas e incienso, hizo un diplomado en farmacodependencias y, cualquier día, lo llamaron para que empezara a trabajar en La Granja y ayudar a otros a que, como él, salieran del asfalto y construyeran un nuevo proyecto de vida. Como Augusto, buena parte de las personas del programa aspiran a ayudar a otros habitantes de calle: hablan el mismo idioma, conocen sus miedos y han sufrido dolores similares.

La primera granja para habitantes de calle en la ciudad se abrió en 2016, quedaba en el corregimiento San Cristóbal y tenía capacidad para 50 personas. Hasta hace unos años en la ciudad había tres granjas que podían albergar hasta a 400 ciudadanos en total. Ahora, cuando según las estimaciones oficiales del distrito en la ciudad hay unos 8.000 habitantes de calle —150% más de lo que había en 2020, cuando se hizo el censo oficial más reciente— solo queda una en pie y con capacidad para 135 personas.

Resulta difícil de explicar que aunque los habitantes de calle y todos los problemas causantes de su condición (violencia, desplazamiento, pobreza, etc etc) parecen desbordados, La Granja, donde durante 12 meses en promedio las personas duermen, comen, estudian, juegan fútbol, nadan, rezan y finalmente se resocializan sin tener que pagar ni trabajar, no lo está. Hasta hace dos viernes, allí había 135 cupos —mucho menos de los casi 300 que hubo en algún momento — y 111 personas inscritas, que no son ni el 2% de los habitantes de calle que hay en la ciudad.

Un día en La Granja

La mayoría son hombres mayores de 35 años. Hay incluso un programa especial para los mayores de 50. Hay una quincena de mujeres, algunas de ellas trans. Tienen una habitación con baño para ellas solas. Encima de las camas bien tendidas tienen peluches, biblias, rosarios, fotos familiares. Hay baños en cada habitación. También hay lavandería. Solo tienen que lavar la ropa interior.

Aunque salvo por las labores de limpieza las personas no tienen que trabajar, sí deben cumplir una rutina casi militar, de esas que están (o siempre han estado) tan de moda: hay que levantarse a las 6 de la mañana para bañarse, vestirse, tender la cama y limpiar el jardín. Luego sigue el desayuno, la primera de las cinco comidas que tienen al día. De ahí van donde uno de los acompañantes, como Augusto, para el primer acompañamiento del día, hablan de su estado de ánimo, de la abstinencia que sienten por no consumir, del sudor de las noches, de las pesadillas, de la frustración porque los familiares no les contestan el teléfono, del miedo que tienen porque ya están próximos a la graduación.

Luego, a lo largo del día y hasta las 5 de la tarde tienen todo tipo de actividades, cursos y talleres: de mecánica de motos, de manipulación de alimentos, de croché, de sistemas, de atención al cliente, de fabricación de conservas. Hay misa, tienen gimnasio, campeonatos de microfútbol, baloncesto y voleibol. También hay horarios para meterse a la piscina, aunque la principal restricción es el frío, la neblina y la lluvia constante que le da al sitio cierto misticismo. Si no se han graduado del colegio, pueden hacerlo. El programa tiene un convenio con una institución de Babosa para que terminen el bachillerato en poco tiempo.

Si el tiempo en La Granja se les acaba y quieren seguir estudiando, desde el programa les hacen el enlace para que entren a un colegio de Medellín. Solo tienen que presentar la cédula. Les piden citas médicas, les sacan la cédula, les ayudan a contactar a sus seres queridos, aunque sea para que les cuelguen el teléfono. Hay personas que les ayudan a buscar trabajo desde antes que terminen su paso por allí. “Muy bueno que con ese artículo más empresas nos buscaran para darles otra oportunidad a estas personas”, dice una de ellas. “Granja es una parte mágica, es donde uno cumple los sueños, donde se realizan las metas, se perdona el pasado, se vive el presente y se forja un futuro”, dice Augusto, que hasta antes de llegar a la calle se llamaba Carlos. Fue en una de las fundaciones religiosas por donde hizo periplo en el centro que le cambiaron el nombre y así se quedó. Vive en La Estrella, al otro lado del Valle de Aburrá, y hace el viaje al menos dos veces a la semana, pues el resto de los días duerme en La Granja. “Yo no sabía que Augusto era así, sensible, responsable, disciplinado, que podía brindarles ayuda a los demás”, sigue. Cuando se le pregunta por la razón por la cual consumía drogas o terminó en las calles, dice que fue la falta de amor propio, de identidad.

La puerta de entrada y salida

Esa respuesta se repite con contadas variaciones entre las personas que están en La Granja. Ese parece ser parte del acompañamiento psicológico que reciben: no culpar a nadie, ni a los padres ni al entorno ni a las malas amistades ni a la pobreza; no, solo a ellos mismos.

Hace dos viernes en La Granja caía un aguacero y los otrora habitantes de calle estaban enfilados en la placa polideportiva cubierta haciendo la oración de la serenidad. En voz alta y firme, casi a los gritos, una arenga antes de salir al campo de batalla: “Dios, concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el valor para cambiar las cosas que puedo y la sabiduría para reconocer la diferencia...”.

Aunque no es obligatorio participar de las actividades religiosas, el discurso y los valores religiosos sí parecen herramientas no solo frecuentes sino útiles. De ahí siguió el almuerzo. Primero una fila para lavarse las manos y luego una bandeja paisa de fundamento: fríjoles, chicharrón, carne molida, arroz, tajadas de maduro y ensalada. Algunos, los que han hecho el curso de manipulación de alimentos, ayudan en la cocina: lavan los platos, pelan los plátanos, empacan la comida que les llevan a domicilio a los más viejos. A las cocineras les dicen tías.

—¿Esa chaqueta es de San Lorenzo de Almagro, de Argentina?, pregunta uno de los hombres que ya ha terminado de almorzar.

—Sí, respondo.

—Yo estuve allá en ese estadio, contesta.

Javier tiene 35 años y un inconfundible acento bogotano. Conoció el Nuevo Gasómetro, el estadio de San Lorenzo, en Buenos Aires, cuando era barrista de Millonarios y lo seguía a donde fuera que jugara. El consumo de drogas se le volvió incontrolable y empezó a robar para comprar más. Pagó cárcel en La Modelo y de ahí regresó a las calles. Estuvo un tiempo en Santa Marta viviendo de la generosidad en dólares de esos turistas que creen que pueden salvar el mundo mientras lo recorren y se toman fotos. Un día no aguantó más y quiso devolverse colado en una mula para la capital. Estaba enfermo, ardiendo en fiebre. Como pudo se metió debajo de la carpa y se quedó dormido. Lo despertó el conductor, cuando llegó a una estación de gasolina en Medellín.

Recuerda que al principio le iban a pegar pensando que era un ladrón, pero cuando lo vieron lo invitaron a tomar sopa y le mostraron los restaurantes donde les dan comida gratis a los habitantes de calle. Estuvo dando vueltas por el centro hasta que llegó a Centro Día y ahí, como todos los que ahora están en La Granja, empezó el proceso. Es decir, que ni siquiera hay que haber nacido en Medellín o llevar mucho tiempo en la ciudad para acceder al programa. Como Javier, hay otros bogotanos. También conocí a un bumangués y cuentan que hace poco pasó por allí un venezolano.

Según la alcaldía, solamente este año unas 40 personas se han “graduado” exitosamente de su paso por el sistema de atención al habitante de calle. Sin embargo, no cualquiera puede llegar a La Granja. Después de pasar por Centro Día, manifestar la intención de resocializarse y recibir el diagnóstico y la orientación de un profesional, deben pasar por un “preproceso”, que es algo como un periodo de prueba de 21 días en el que tienen que demostrar que mejoraron sus hábitos, que dejaron de consumir sustancias psicoactivas si lo hacían antes, que pueden cumplir un horario y realizar tareas básicas, que pueden mantenerse limpios y bien presentados. Si en algún punto del proceso tienen una recaída o una falta, los 21 días vuelven a empezar desde cero. Solo después de superar ese periodo van a La Granja, donde también tienen etapas por las que avanzan hasta terminar el proceso al cabo de un año.

El gran interrogante

Javier, por ejemplo, está muerto del miedo porque ya está en la última etapa y tendrá que empezar de nuevo a vivir por su cuenta. Por eso se ha inscrito en cuanto curso le han ofrecido y, como dibuja, pinta bien y también hace croché, uno de los profesores le ofreció trabajo en una panadería de Barbosa para cuando salga. A Javier su familia le cuelga el teléfono cada que intenta llamarlos. Dice que los entiende, que no los juzga, que ya llegará el momento de reconciliarse con ellos o de formar una nueva familia, como la de Augusto, que es una especie de superhéroe para el resto.

La pregunta inevitable es por qué un programa que tiene, al menos en apariencia, todas las condiciones para resocializar a los habitantes de calle de la ciudad no está desbordado como lo están las calles y los problemas que conducen a ella. La hipótesis de Javier y de su amigo bogotano José, que va en la tercera etapa, es que las personas que abandonan el proceso y salen de La Granja —así como son bajas las barreras de entrada también son bajas las de salida— vuelven a las calles a hacerle mala publicidad.

A decir que es como una cárcel donde los explotan y tienen que trabajar de sol a sol y les obligan a hacer cosas que no quieren. Por su parte, la Alcaldía también ha usado algunas campañas publicitarias contra la generosidad de la gente. “Con unas monedas no calmas su hambre, alimentas su adicción”, decía, en mayúsculas sostenidas y en color rojo, una de esas piezas. Esa campaña ha recibido críticas por quienes consideran que se está estigmatizando y criminalizando a los habitantes de calle por el consumo de drogas que, aunque es uno de los problemas más frecuentes, no es el único ni tampoco una regla general.

Hasta el año pasado en la ciudad había 25 educadores de calle, personas que se dedican a intentar convencer a estas personas para que cambien su condición y se integren a los programas sociales de la Alcaldía. La apuesta de la administración del alcalde Federico Gutiérrez ha estado concentrada en aumentar la presencia en las calles y ahora son una brigada de más de 100 personas, de las cuales buena parte son personas que han logrado resocializarse. Su objetivo, es hacerle contrapeso al relato de los desertores y difundir el rumor de que La Granja es ese lugar mágico del que habla Augusto, donde Javier, que viajaba por el continente siguiendo a Millonarios, pasa las tardes en silencio haciendo croché.

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