Esta semana desfilaron por la Avenida Reforma de Ciudad de México 10.000 personas sosteniendo, en la primera fila, 43 rostros detenidos en el tiempo. Eran las fotos de los estudiantes de la Normal de Ayotzinapa desaparecidos desde el 26 de septiembre de 2014.
Sus caras no han sido lo único que ha permanecido estático en México. Luego de media década, se mantiene la incertidumbre sobre lo sucedido esa noche en las inmediaciones del municipio de Iguala. La propia vida de los familiares ha quedado suspendida en ese punto del calendario, bajo la misma consigna que el jueves volvieron a gritar: “Vivos se los llevaron y con vida los queremos”.
Cristina Bautista no ha dejado, de hecho, de llevar la cuenta de la edad de su hijo, Benjamín Ascencio, pese a que su cara permanezca sin cambios en el cartel que ella carga desde hace 5 años: “Tiene 24 años”, dice a EL COLOMBIANO.
La desaparición es en cierto sentido eso: la aniquilación del tiempo. En el caso de Ayotzinapa, el 26 de septiembre no solo se perdieron 43 estudiantes; también desaparecieron 5 horas de la historia de México, borradas a través de un entramado de ocultamientos, falsas versiones y estigmatizaciones, como un manto que cubre el horror al que puede llegar el vínculo entre institucionalidad y criminalidad.
Fiesta, fútbol y disparos
Las versiones sobre Ayotzinapa comenzaron antes incluso de que anocheciera el 26 de septiembre. Mientras un grupo de cerca de 100 estudiantes llegaba desde la escuela a los alrededores de Iguala, con la intención de raptar buses para asistir a una protesta en la capital el 2 de octubre, en el municipio se preparaban simultáneamente un partido de fútbol y una fiesta.
La primera versión de la Policía municipal al notar la presencia de los normalistas fue, precisamente, que tenían como objetivo sabotear este evento, el cual era presidido por la primera dama, María de los Ángeles Pineda, como una celebración de su gestión al frente de la institución de bienestar de México amenizada con música en la plaza central.
Al mismo tiempo, en esas horas llegaron a la ciudad los adolescentes del equipo de fútbol de tercera división Los Avispones de Chilpancingo, para disputar el primer partido del campeonato contra el Iguala FC.
Faltaba poco para que los tres escenarios se cruzaran. Según el informe del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (Giei), publicado en 2015 y que contradice parte de la versión oficial sobre ese día, a las 8:30 pm, cuando transcurrían los primeros minutos del juego, no lejos de allí, los normalistas lograron parar un bus: un vehículo de la empresa Costa Line que se dirigía a la terminal de buses de Iguala.
Durante la siguiente hora y media, mientras rodaba el balón en el estadio, una parte de los estudiantes llegó hasta la terminal de buses, a bordo del Costa Line, pero quedaron encerrados en el vehículo por el conductor, quien se retractó de su intención de llevarlos hasta el colegio en Ayotzinapa; luego, el resto del grupo se reunió en el lugar, sacó a sus compañeros atrapados, y salieron de la terminal en 5 buses –los dos que ya tenían y tres nuevos– a las 9:23 pm.
Iban en tres grupos: el primero, de la empresa Estrella de Oro, adelantado, un lote de tres buses –dos Costa Line y otro Estrella de Oro–, y un quinto bus de la empresa Estrella Roja que tomó otra dirección y que, señaló el Giei, fue omitido en la primera versión oficial.
A las 9:50 pm, cuando Los Avispones abandonaron el estadio celebrando su victoria 3-1 contra el equipo local, en un lugar cercano el primer disparo de la Policía municipal alcanzó a uno de los estudiantes de Ayotzinapa, Aldo Gutiérrez, quien se desplomó sobre la calle Juan N. Álvarez con la cabeza sangrando.
Noche de horror
No parecían policías normales. Los uniformados que emprendieron la persecución de los normalistas estaban equipados para una batalla campal: casco, pasamontañas, ropa de manga larga, coderas, rodilleras, chalecos y guantes, indumentaria poco habitual para fuerzas de ese tipo, según el informe del Giei.
Cerca de las 10 pm, la multitud reunida en la fiesta convocada por María de los Ángeles Pineda vio pasar los tres buses de la caravana y, tras ellos, los Policías disparando al aire y a los vehículos.
Un poco más adelante, una patrulla cortó el paso y los normalistas quedaron detenidos en la calle Juan N. Álvarez. Allí, varados en medio de disparos que luego no serían reportados en los informes y con uno de sus compañeros con un tiro en la cabeza, entraron en pánico.
Uno de ellos, identificado en el informe del Giei como “Normalista G” y quien sobrevivió al ataque, estaba tirado en el piso del bus mientras hacía ganas de llorar, cuando encontró entre el miedo a Julio César Mondragón, apodado como “Chilango”. Trató de consolarlo: “No hay problema, vamos a salir”, le dijo.
Alcanzó a pensar si al recibir un disparo sentiría calor o dejaría de sentir, pero algo en el exterior detuvo sus divagaciones. G vio como los compañeros de otro de los buses, el de la empresa Estrella de Oro, eran obligados a bajar por los policías. Entonces quiso darle ánimos a Chilango: “Seguramente los van a madrear, pero no se agüiten. Sí, mañana vamos a hacer una marcha y ya los van a librar”.
Pero todos los que bajaron de ese vehículo, señala el informe del Giei, hacen parte de los 43 desaparecidos. El resto, fueron obligados a bajar del primer bus que se adelantó y que fue interceptado frente al Palacio de Justicia.
No fue el final. La furia policial, inexplicable para ser solo la respuesta a la toma de unos buses –una práctica normal, de acuerdo con Daniel Vázquez, investigador de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) experto en crimen organizado en México–, no se detuvo hasta la madrugada. Uno de los últimos cuerpos en ser hallado, con signos de tortura, fue el de “Chilango”.
El caos alcanzó, incluso a los miembros de Los Avispones, quienes volvían hacia Chilpancingo, cuando su bus fue rafagueado por armas largas. En medio de la confusión, uno de los jugadores se preguntó por la razón del ataque: “¿Es porque les ganamos, que nos están haciendo esto?”.
La respuesta de fondo a su pregunta sigue sin responderse. Más allá de la confusión del equipo de fútbol con los normalistas, la razón real para que las fuerzas municipales se ensañaran y, en una noche, dejaran en el camino 9 muertos, 180 heridos y 43 desaparecidos –a la vista de las autoridades federales, ministeriales y del Ejército–, sigue sin revelarse del todo 5 años después.
Contar los años
La primera versión oficial de los hechos del 26 de septiembre, recogida en un informe presentado en 2014 bajo el poco sutil nombre de “La verdad histórica”, fue desmentida en gran medida por el informe del Giei y, este mes, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador reconoció que los vicios en la investigación obligan a prácticamente, reiniciarla de cero.
Lo que sorprende, es que la “simulación” fabricada por el gobierno de Enrique Peña Nieto, según los familiares; la versión menos comprometedora y aceptada inicialmente consistía en reconocer que los policías de Iguala dispararon contra estudiantes desarmados, los secuestraron y los entregaron al grupo narcotraficante Guerreros Unidos creyendo que eran miembros de un cartel rival, para que luego fueran asesinados e incinerados al punto de que sus restos no pudieran ser reconocidos.
¿Cuál puede ser el calibre de una verdad que es ocultada tras un relato así de macabro? De acuerdo con Vázquez, una de las hipótesis más fuertes del Giei es que los estudiantes de Ayotzinapa tomaron sin saberlo un bus cargado con heroína –el quinto vehículo omitido en los informes oficiales– y activaron accidentalmente una “red de macrocriminalidad de envío de drogas a Chicago en buses, que involucraba a gran parte del aparato estatal para evitar que salieran del municipio”.
Bajo esta mirada, Ayotzinapa no sería solo el caso de desaparición más mediático de los últimos años en México, sino la fisura que, parcialmente, deja al descubierto los rastros del crimen en la institucionalidad mexicana.
Los 43 son una grieta en un muro de silencio que los familiares –muchos de ellos campesinos e indígenas del estado de Guerrero– están dispuestos a derribar.
Su búsqueda por esas vidas y esas horas perdidas en la historia de México, afirma la investigadora experta en Ayotzinapa Andalusia K Soloff, los ha llevado a convertirse en activistas de Derechos Humanos: muchos han cambiado de trabajo, de residencia y hasta de palabras; dejaron temporalmente la lengua indígena para aprender a decir en Español: “Vivos se los llevaron, y con vida los queremos”.