Cualquier atisbo de futuro para ellas se está borrando en Kabul. Sus rostros, hasta entonces descubiertos en campañas publicitarias, en noticieros televisivos, en la cotidianidad del día a día, se ocultan bajo velos negros. Sus figuras, más usuales tras el volante de un vehículo, tras el púlpito de una universidad o de un mitin político, desaparecen. El uso de sus talentos y conocimientos detrás de una mesa quirúrgica, al frente de un tablero escolar, de una computadora o de cualquier máquina, está en riesgo.
Mientras la realidad de un Afganistán con bandera talibán se asienta en las embajadas del mundo, las mujeres afganas (poco más del 48 % de la población total del país, cifrada en 38 millones de personas, según el Banco Mundial) sufren por cómo el tiempo parece regresar 20 años atrás.
A aquellos días, entre 1996 y 2001, en el que los talibanes ya gobernaban en el país asiático. Con una estricta interpretación de la sharia, ley islámica, y del Pashtunwali (un código de honor milenario de la etnia pastún, numerosa en Afganistán y en Pakistán y a la cual pertenecen en su mayoría los talibanes), el grupo al que Estados Unidos declaró la guerra tras los atentados terroristas del 11 de septiembre aplicó entonces un duro control social que afectó de manera desproporcionada a las mujeres.
Aunque es imposible determinar con exactitud la cantidad de restricciones que tuvo la vida de las mujeres afganas, la Asociación Revolucionaria de las Mujeres de Afganistán (RAWA) ofreció recientemente lo que llamó una “ojeada sobre la infernal vida” a la que estaban obligadas todas ellas bajo el gobierno de los talibanes.
Un decálogo de 29 prohibiciones que incluía la imposibilidad de trabajar fuera de casa (salvo contadas excepciones en sectores como el sanitario); usar cosméticos (se documentan casos de mujeres a las que les fueron amputadas las manos por llevar las uñas con esmalte); llevar tacones; montar en bicicletas o motos; tener presencia en la televisión y en la radio del país; acceder a baños públicos e incluso solo tomarse fotografías, entrar en cualquier centro o club deportivo y ni se diga practicar algún deporte. Los castigos a la desobediencia pasaban por series de latigazos públicos y la muerte.
Entre los vetos que ya durante esos días despertó el rechazo global resaltó uno en especial: el de la educación. Desde que asumieron el poder, los talibanes fueron relegando poco a poco a las adolescentes y mujeres de los espacios educativos. La única posibilidad era acceder a una educación religiosa y solo hasta los 8 años, lo que explica que durante su gobierno el acceso a la educación de las mujeres se mantuvo en un 14 % en promedio y la alfabetización en un 5 %, como señalan organismos como la ONU. Tanta fue la alarma de entonces que el gobierno talibán se pronunció.
En un informe que Amnistía Internacional publicó en noviembre de 1999 titulado “Mujeres en Afganistán”, se señaló que “los talibanes han respondido varias veces explicando que se volverá a escolarizar a las niñas cuando se haya restablecido la paz y la seguridad, o cuando se hayan hecho con el control del todo el país, o cuando dispongan de suficientes fondos para poner en práctica una educación no mixta en cualquier institución educativa”, dice el informe. Eso nunca ocurrió. Lo prometieron entonces y también ahora, de nuevo en el poder.
Este martes, en la primera rueda de prensa del grupo en su historia, el portavoz talibán, Zabihullah Mujahid, ha señalado que “el Emirato Islámico está comprometido con los derechos de la mujer. Tendrán derecho al trabajo, al estudio [...] no habrá ninguna discriminación dentro del marco de la Sharia”. Un marco limitado incluso a la esperanza. “Eso se presta a interpretaciones de los tribunales religiosos”, explica Angélica Alba Cuéllar, magíster en Análisis de Problemas Políticos, docente de la Universidad Jorge Tadeo Lozano y estudiosa del Medio Oriente. Se refiere a los Tribunales de la Sharia, la instancia judicial que dictaba los castigos durante el gobierno talibán y en los que ellas no tenían posibilidad de hablar.
Sin confianza en promesas
Pasan las horas y el control talibán ya cambia el decorado de la vida en Afganistán. En Herat, al oeste del país, la Universidad principal de la ciudad ya prohíbe el ingreso a sus alumnas, cerca del 60 % del total. Según se ha denunciado en redes sociales, les han dicho que será así hasta que el nuevo gobierno decida si podrán continuar o no con su educación. Los catedráticos se despiden de ellas, sin posibilidad y tal vez sin fe de volver a verlas en un aula. Muchas de ellas tampoco la tienen.
Se han visto obligadas a huir del país. Desde mayo pasado, cuando la fuerza talibán ya conquistaba decenas de capitales y asediaba a Kabul, han salido 250.000 afganos de su país, según la Agencia de la ONU para los Refugiados. Del total, el 80 % son mujeres y niños. “A partir de ahora, en lo público ya no hay espacio para las mujeres. No sabemos qué va a pasar con tantas de ellas que han desarrollado actividades políticas en los últimos años”, señala Alba, “muchas esperan persecución”. Una de ellas, Shahrzad Akbar.
Ella es presidenta de la Comisión Independiente de Derechos Humanos del país. Desde que la capital cayó ha escrito por Twitter, y desde un escondite, que “estos son los días más amargos y difíciles de los últimos 20 años para Kabul”. Ha pedido una y otra vez el apoyo internacional para la defensa de los derechos de las mujeres logrados en los últimos 20 años.
“No estoy seguro que con los talibanes la comunidad internacional pueda negociar algo en ese sentido”, señala Mauricio Jaramillo Jassir, internacionalista y docente de la Universidad del Rosario, “tiene que haber sanciones sobre ese régimen en la medida en que se vayan comprobando violaciones de los derechos humanos”. No han tardado en llegar las primeras medidas.
Alemania anunció que suspendió la ayuda a Afganistán. El país europeo entregaba cada año unos 505 millones de dólares. Aún así, supeditó el reinicio a las acciones de los talibanes. La comunidad internacional parece estar esperando el próximo paso del nuevo gobierno. Incluso Estados Unidos ha abierto la puerta. “Un futuro gobierno afgano que defienda los derechos básicos de su pueblo, que no reciba terroristas y que proteja los derechos básicos de la mitad de su población -sus mujeres y niñas-, ese sería un gobierno con el que estaríamos dispuestos a trabajar”, señaló el portavoz del Departamento de Estado, Ned Price. La mayoría parece albergar alguna esperanza. Todos excepto ellas.
Mientras los talibanes prometen seguridad y normalidad en su gobierno, los extranjeros evacúan el país y abren la puerta del reconocimiento diplomático, el burka, la vestimenta con la que ellas se vieron obligadas a ocultar su cuerpo completamente entre 1996 y 2001, multiplica su precio por cinco en las calles de Kabul. Las estanterías comerciales en las que las figuras del cuerpo de la mujer mostraban vestidos o productos, se eliminan con pintura blanca. En las calles de la capital afgana se apagan poco a poco las luces del futuro que alguna vez se prometió. En su lugar, el pasado se impone
80 %
de los 250.000 afganos que han huido desde mayo, son mujeres y niños, según ONU.