A Pu Yi la historia lo embaucó. Nacido para gobernar, asumió el trono del vasto imperio chino en 1909, cuando su mundo conocido se limitaba a las cuatro paredes de su palacio y su vida era apenas la perspectiva de una vida. De escasos tres años, concentrado acaso en el gobierno de su propio cuerpo, se convirtió en el último emperador de China. Despojado de cualquier posibilidad de gloria se tornó en el símbolo decadente de su civilización. Una que cayó con él.
“Los hombres que vivieron este período fueron testigos de algo así como el desmoronamiento de un mundo”, describe Lucien Bianco, historiador francés especializado en historia china, en Origins of the Chinese Revolution. Sobre los restos de ese mundo en caos se curtió la hoz y el martillo rojo que darían forma y origen a la China moderna.
“Cuando cae el sistema político imperial en 1912, el país entra en una profunda crisis espiritual e identitaria”, resume Camilo Defelipe Villa, docente de estudios de política exterior de Asia de la Pontificia Universidad Javeriana. Tras los muros de la Ciudad Prohibida en la que Pu Yi aún se creía emperador de un imperio, la República buscaba asentarse, liderada por Sun Yat-sen, de corte nacionalista y con ideas occidentales. Ese año, en 1912, el líder declaró lo que creyó era el inicio de la vida republicana.
No fue más que un llamado a la guerra. Formó un gobierno débil que apenas sobrevivió unos años más. En 1921 un grupo de intelectuales marxistas formó el Partido Comunista. “Pronto, en 1928, nacionalistas y comunistas se enfrentaron por el poder”, señala Defelipe. Mientras Occidente sufría la Gran Guerra, la Gran Depresión y el ascenso del fascismo y el nazismo en Europa, China se rompía como un lego.
Los chinos se refieren a su nación como Zhongguó, país o reino central o del medio. A la caída del imperio, del centro se desperdigó la periferia. Señores de la guerra despedazaron cualquier atisbo de estabilidad y China se sumergió en décadas de violencia. “En ese contexto, Japón invade la región china de Manchuria en 1931”, anota DeFelipe. El aún imperio del sol naciente arreció con ánimos expansionistas y su gigante y decaído vecino pareció una buena presa. Pu Yi era entonces un muchacho de 25 años.
Deambulaba, refugiado en opio, en Tianjin, donde los ambientes de los colonos franceses e ingleses consumieron la riqueza del pasado imperial que conservaba. Cansado, tal vez, de la poca lustrosa vida mortal, el decaído emperador aceptó encabezar el gobierno de Manchuria, uno de falsa independencia que los japoneses instalaron allí donde habían invadido. “Yo fui el causante de matanzas y baños de sangre”, reconocería en una entrevista varios años después.
Bajo su nuevo imperio, Japón procuró expandir su invasión al resto de China. “Lo que siguió fue una de las mayores tragedias humanas del siglo XX. La desarmada y empobrecida sociedad china, sin un Estado ni un Ejército que siquiera pudiesen intentar una defensa organizada, no pudo hacer frente al disciplinado y bien armado ejército japonés”, explican Pablo Brum y Guzmán Castro en La formación de la China contemporánea, artículo de investigación de la Universidad de Uruguay. Entre 10 y 20 millones de chinos murieron en esa empresa.
“Asesinaron, violaron, hicieron experimentos biológicos. Hubo masacres como la de Nankín en la que murieron miles de personas”, detalla Lina Luna, investigadora de la Universidad Externado, experta en China Contemporánea. Durante 14 años los japoneses lograron unir en un frente a nacionalistas y comunistas, que olvidaron por un momento sus diferencias y lucharon contra el invasor extranjero.
Dos bombas atómicas en 1945 hicieron pedazos el imperio japonés. Sin opción, los nipones abandonaron China, lo que permitió que comunistas y nacionalistas reiniciaran su conflicto. Tras cuatro años más de sangre, la eterna guerra civil china terminó. Un joven y comunista Mao Zedong (o Mao Tse Tung) proclamó entonces, en 1949, la Zhongguá Renmin Gonghegguó o República Popular: China “nunca más será una nación insultada”.
Legitimidad comunista
Pu Yi perdió por tercera y última vez su trono. Rechazado por los suyos, intentaba huir a Japón cuando un par de soldados soviéticos lo impidió y lo capturó, trasladándolo a Khavarovsk, en el extremo oriente de la entonces Unión Soviética. Desde allí no pudo presenciar el avance comunista.
“A partir de 1949, el Partido Comunista le regresó a China ese lugar de centralidad perdido. Unifican al país, tras más de 20 años de guerra civil, relegan a los nacionalistas, que se resguardan en Taiwán, y reconstruyen su centralidad”, señala Defelipe. Las heridas que desde la caída de Pu Yi despedazaban al país fueron cerrándose a marcha forzada. Los invasores extranjeros fueron expulsados y China intentó ser una de nuevo.