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¿Por qué todavía hay reina y príncipes en Reino Unido?

Reino Unido no rompió con su pasado de realeza. La institución sigue siendo esencial, aunque de forma simbólica.

  • De derecha a izquierda: Camila de Cornualles; su esposo, Carlos, heredero al trono; la reina Isabel II; su esposo, el consorte Felipe; el nieto de la reina, Guillermo, y su esposa, Catalina. FOTOS Getty Images
    De derecha a izquierda: Camila de Cornualles; su esposo, Carlos, heredero al trono; la reina Isabel II; su esposo, el consorte Felipe; el nieto de la reina, Guillermo, y su esposa, Catalina. FOTOS Getty Images
  • La reina Isabel II es la monarca con más tiempo en el trono en los más de 1000 años de la realeza británica. En 2020 cumplirá 68 años desde su coronación. FOTO: AFP
    La reina Isabel II es la monarca con más tiempo en el trono en los más de 1000 años de la realeza británica. En 2020 cumplirá 68 años desde su coronación. FOTO: AFP
  • Foto: Getty
    Foto: Getty
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    Foto: Getty
  • La reina Isabel II y su nieto, Enrique. Foto: AFP
    La reina Isabel II y su nieto, Enrique. Foto: AFP
19 de enero de 2020
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La reina de Inglaterra, Isabel II, se despertó y vio a un hombre sentado en la esquina de su cama, con un pedazo de vidrio ensangrentado en la mano.

Por instinto, la monarca apeló a su virtud más practicada: la cortesía. “Señor, creo que se ha equivocado de habitación”, le dijo. Pero no era así. Michael Fagan había llegado hasta allí –escalando por los desagües del Palacio de Buckingham y entrando por una ventana abierta– para hablar con ella. Quería estar frente a esa mujer que llevaba viendo desde pequeño en las pantallas y las portadas, ataviada con trajes elegantes, y que esa mañana del 9 de julio de 1982 encontró, en persona, vestida con un camisón largo de colores.

Inmóvil, contaron los periódicos The Guardian y The New York Times de los siguientes días, Isabel escuchó el listado de problemas de su súbdito, mientras se fijaba en su mano cortada por el pedazo de cenicero que sostenía: su mujer lo había abandonado, estaba desempleado y sus cuatro hijos dependían de que él encontrara un trabajo. “Yo también tengo cuatro hijos”, intervino ella, “aunque soy un poco mayor que usted”.

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Ella tenía 56 años. Desde hacía tres décadas dirigía el que había sido el mayor imperio del mundo moderno, siendo visitada y besada en la mano por presidentes, actores y astronautas. Él tenía 31 años, había escapado de su padre a los 18, y trabajaba como pintor en obras de construcción o decorador ocasional. Durante 10 minutos, ambos parecieron una madre y su hijo inmersos en una conversación matutina, que incluyó una invitación a fumar en la despensa.

Lo único que rompía con la escena familiar, según el informe posterior de la guardia real, era el llamado insistente de la reina a través del botón de alarma, apretado de forma discreta y sin respuesta, y que requirió de más largas cordiales hasta la llegada de la Policía. Entonces el orden de la realidad se restableció: Fagan fue a un calabozo, e Isabel volvió a ser la reina de Inglaterra, la abuela imaginaria de los británicos cuya imagen, salvo para unos pocos, solo puede ser vista por televisión.

Tiempos de cambio

En sí misma, Isabel II es una evidencia del siglo XX. “A sus 93 años, es una de las pocas personas vivas en Reino Unido que vistieron un uniforme en la Segunda Guerra Mundial, cuando se ofreció como mecánica para las fuerzas aliadas”, señala a EL COLOMBIANO Denis MacShane, exministro de Estado por Europa durante el gobierno de Tony Blair.

La reina Isabel II es la monarca con más tiempo en el trono en los más de 1000 años de la realeza británica. En 2020 cumplirá 68 años desde su coronación. FOTO: AFP
La reina Isabel II es la monarca con más tiempo en el trono en los más de 1000 años de la realeza británica. En 2020 cumplirá 68 años desde su coronación. FOTO: AFP

Su reinado, que cumple 68 años en 2020, es desde 2015 el más largo en la historia milenaria de la monarquía británica, y también el que más ha visto cambiar el mundo. A los 25 años, en 1952 Isabel asumió la corona sobre las ruinas de la Segunda Guerra Mundial, como cabeza de un imperio que aún tenía territorios en casi todos los continentes: Caribe, África, Asia y el Pacífico.

Bajo su mirada, ese emporio se desmoronó con las descolonizaciones de la posguerra, aunque se mantiene como la soberana reconocida por la Mancomunidad de Naciones, compuesta por 54 Estados con vínculos con Gran Bretaña, como Canadá y Australia.

Isabel estuvo allí cuando la Guerra Fría dividió el planeta en dos bloques; en la transición de un milenio, mientras se libraba la guerra contra el terrorismo y fue testigo del paso a la era digital.

Ella ha permanecido como una constante, por momentos casi indiferente al orden mundial que se reinventa y muere fuera de los muros de su palacio. Esa distancia es, de hecho, la clave de su existencia y de su institución, como señala Rafael Piñeros, experto en relaciones internacionales de la Universidad Externado: Isabel personifica quizá a la perfección el mandato del constitucionalismo monárquico, según el cual el rey tiene tres derechos –a ser consultado, a alentar y a advertir– y un deber principal: guardar silencio.

En nombre del pasado

Reino Unido casi no supo en qué momento los reyes pasaron de declarar guerras y ejecuciones, a inaugurar monumentos y sonreír con protocolo.

A diferencia de Francia, durante la transición entre las monarquías y las repúblicas entre los siglos XVII y XIX, los británicos no declararon su revolución en nombre del futuro –de un sistema sin príncipes cuya dignidad residiera en el rastro de su herencia–, sino del pasado: se levantaron en 1688 contra Jacobo II para restaurar un gobierno en el que la figura del rey seguía existiendo, pero con poderes limitados que la dinastía en el poder en ese momento había transgredido.

Foto: Getty
Foto: Getty

El giro absolutista de las casas de los tudores y los estuardos en los siglos XVI y XVII, explica el constitucionalista Joaquín Varela Suanzes en su artículo “Constitucionalismo británico, entre dos revoluciones”, publicado en 2013, “no consiguió destruir el pacto medieval entre el rey y el reino”, lo modificó hacia “una monarquía hasta entonces desconocida, basada en el consentimiento de la nación”.

Los reyes después del 88, estuvieron sometidos a pactar con el Parlamento, requiriendo su aprobación para reclutar o mantener un Ejército dentro de las fronteras del reino en tiempos de paz, y con la prohibición expresa de suspender el poder Legislativo.

Después de esa conquista, los siglos se encargaron de vaciar a la monarquía de lo que le quedaba de poder. Varias estocadas las dio el azar. En 1714, por ejemplo, la corona quedó en manos de un rey que no hablaba inglés, Jorge I, quien luego de 54 años de vivir en Hannover, Alemania, se convirtió en el monarca de un país que apenas había pisado.

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Era una arbitrariedad del poder heredado: Jorge, primo segundo de la fallecida reina Ana, se impuso a los cerca de 50 pretendientes con más derecho al trono que él debido a su religión protestante, pues las normas británicas asumidas tras la revolución prohibieron que la corona pasara a manos de un gobernante católico.

Jorge I reinó sin asistir a las reuniones del Gabinete, cuyas palabras no comprendía, mientras sus súbditos se reían “de sus groseras maneras alemanas”, según escribió en la época el novelista William Makepeache.

Su descendencia siguió el mismo camino: Jorge III, su nieto, fue el primer rey de Inglaterra que vio cómo la voluntad de los Comunes –los legisladores británicos– se imponía a la suya: en 1782 debió sustituir al primer ministro Lord North, por la presión del Parlamento.

La carta dirigida a su funcionario da cuenta de que ese giro en la historia no le pasó desapercibido: “El día fatal ha llegado”, escribió, “en el que los infortunios de los tiempos y el súbito cambio de sentimientos de la Cámara me han conducido a cambiar mis ministros”.

Un siglo después, la reina Victoria –la segunda que más tiempo mantuvo la corona después de Isabel II– dio el paso final. Ascendió como una monarca y terminó su reinado como una figura decorativa.

Ese es el rol que, de acuerdo con MacShane, la realeza conserva hasta hoy. Es una institución cuyo único trabajo –tan específico como complejo– es seguir existiendo. Continuar siendo una proyección de un pasado común en el que los británicos “ven parte de sí mismos, o como les gustaría imaginar que son”.

Isabel II, La Silenciosa

La primera biografía de Isabel II se publicó cuando ella tenía cuatro años bajo el título de “La historia de la princesa Isabel”, escrita por John Murray. A partir de ese punto, su vida ha sido una sucesión de relatos.

Es una de las personas más contadas y fotografiadas del mundo, pero poco de su personalidad ha traslucido más allá de esos relatos e imágenes. ¿Qué sabemos realmente de ella?, se pregunta el escritor inglés John Carlin en un texto publicado en El País en 2015: “Es un ser duodimensional –el perfil en las monedas de los británicos, los australianos o los canadienses–, de cuya persona no sabemos nada, salvo, quizá, que le gustan sus perritos corgi y sus caballos de carreras”.

Foto: Getty
Foto: Getty

Sus largas décadas de reinado han sido una colección de silencios, casi todos elogiados: su abstención a intervenir a favor de los partidos en el Reino Unido; o su negativa a reconocer Rhodesia, un estado independizado de Zimbabue brevemente, como parte de la Mancomunidad de Naciones.

Hubo, sin embargo, una ausencia que por poco no le perdonan los británicos: los cinco días que tardó, entre el 31 de agosto y el 5 de septiembre de 1997, en referirse a la muerte de la princesa Diana, divorciada de su hijo Carlos cinco años antes, provocando una ruptura con la Corona que no hizo que perdiera, ante el público, el rótulo de “princesa del pueblo”.

Durante esa semana, los periódicos fueron implacables: “¿Dónde está nuestra reina?”, “Demuestre que le importa”, “Hable con nosotros, señora”. Por unos días, el deber de la reina dejó de ser callar, e Isabel lo entendió.

La reina, que con sus pocas palabras acostumbró al mundo a que la tradujera a través de sus símbolos, izó por su nuera la bandera de Reino Unido en el Palacio de Buckingham –la cual no ondeó ni tras la muerte de su padre, Jorge VI– y dio su segundo discurso televisado en 45 años fuera de su protocolar saludo de navidad –el primero fue durante la Guerra del Golfo–.

De lo que dijo, pasó a la historia sobre todo un inciso. Cuando, antes de elogiar a Diana, aclaró que se dirigía a los británicos como su reina, según lo usual, pero sorpresivamente agregó que también lo hacía “como abuela, con el corazón”.

En esa frontera, entre la familiaridad y la lejanía, subsiste la realeza, como una relato que, en cuanto deje de contarse, desaparecerá.

El suyo es un triunfo sobre la historia –una institución que sobrevive en una era que no le pertenece– que corre el riesgo de morir junto con su mayor representante: Isabel II.

Aunque algunos, como MacShane, no tienen duda que mientras haya una identidad británica por mantener, un rey seguirá sentado en el Palacio de Buckingham. Su vaticinio coincide con el que formuló hace mas de medio siglo, en 1952, el último monarca de Egipto, el “Rey Sombra” Amahl Farouk: “Todo el mundo está en revuelta. Pronto, solo quedarán cinco reyes: el de picas, el de corazones, el de tréboles, el de diamantes. Y el rey de Inglaterra”.

$!La reina Isabel II y su nieto, Enrique. Foto: AFP
La reina Isabel II y su nieto, Enrique. Foto: AFP
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