Las luces en el ala oeste de la Casa Blanca han permanecido encendidas varias madrugadas esta semana. Un marine ha custodiado la entrada del Despacho Oval esperando, él también, el fin de la “guerra” abierta en el Partido Demócrata. Al interior de las oficinas, Joe Biden intenta salvar de la ruptura a su partido y, más que eso, atajar del abismo su agenda económica.
Nada, hasta el momento, ni siquiera la intervención del presidente, ha aplacado la discusión. El ala más moderada del partido se enfrenta a la más progresista por el monto de los dos programas estrellas de Biden para reactivar la economía: el de gasto social, que requerirá una inversión de 3.5 billones de dólares; y el de infraestructura, que destinará a este campo unos 1.2 billones.
Ninguno de los dos planes tiene luz verde plena, pese a que el segundo, el de infraestructura, ya fue aprobado en el Senado, donde los demócratas tienen una exigua mayoría, 50 escaños más el de desempate de la vicepresidenta Kamala Harris, algo que en esta ocasión no se necesitó: el plan salió adelante con apoyo de los dos partidos (69 votos a favor y 30 en contra). Esa, se suponía, había sido la prueba difícil. En la Cámara de Representantes los demócratas tienen una mayoría de 220 legisladores por 212 republicanos. Pero justamente fue allí, cuando se necesitó un acuerdo entre aliados, cuando todo encalló.
La disputa se centra en el programa hermano, el de gasto social, un inmenso y robusto plan que Biden presentó a inicios de abril como el más ambicioso de su tipo desde la Segunda Guerra Mundial. Dicha ambición se fue reduciendo desde el primer anuncio, cuando el presidente pidió al Congreso un presupuesto de 6 billones de dólares, algo “ridículamente costoso”, dijo inmediatamente el senador republicano Lindsey Graham. El primer tajazo redujo el monto asignado a apenas 3.5 billones.
Aún así, el recorte parece insuficiente, no solo para los republicanos, que siguen negándose a aceptar el monto, sino incluso para los demócratas moderados. La idea para destrabar la agenda se le ocurrió a la presidenta de la Cámara Baja, Nancy Pelosi. En aras de contentar al ala moderada, más interesada en este plan que en el de gasto social, programó la votación del proyecto de infraestructura para el jueves. Fue entonces cuando la izquierda del partido demócrata mostró los dientes.
Los 97 congresistas del llamado “caucus progresista” señalaron que no votarían el proyecto de infraestructura si no iba acompañado de su hermano más costoso, el de gasto social. Envalentonados por el senador y excandidato presidencial, Bernie Sanders, se mantuvieron firmes. A última hora de la noche Pelosi desistió y retiró el proyecto de la Cámara Baja ante lo que parecía una gran derrota para el presidente con fuego amigo.
A partir de ahí ambos grupos se han reunido de forma insistente en los sótanos del Congreso para lograr llegar a un acuerdo. Tras varios días de silencio, Biden dejó de lado su agenda y se inmiscuyó a fondo en las negociaciones de su partido. “Se ha avanzado mucho (...), pero todavía no estamos ahí, por lo que necesitaremos algo más de tiempo para terminar el trabajo”, dijo en un comunicado la portavoz de la Casa Blanca, Jen Psaki. Aún si el acuerdo se logra, algo que se prevé que pase, las costuras del partido han quedado golpeadas tras el rifirrafe público.
“Esto es un abuso de confianza del que no sé si este ‘caucus’ podrá recuperarse”, aseguró la congresista centrista Kathleen Rice respecto al ultimátum del ala más progresista de “aprobar ambos planes o nada”. En respuesta, esta ha señalado que solo están defendiendo la agenda de Biden y el programa electoral con el que ganaron las elecciones presidenciales de noviembre.
“Hola desde una de las oficinas con las luces encendidas”, respondió Psaki la publicación de una periodista que mostró la Casa Blanca alumbrando hasta altas horas de la noche. Poco parece indicar que esas luces se apaguen pronto.